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CONSECUENCIAS
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El lunes desperté con la certeza de que ese día no debía existir. Al llegar a clase, todo me resultó repetitivo, monótono, como una película mala que alguien había puesto en bucle. Los profesores hablaban y yo apenas podía seguirles el hilo; las palabras se mezclaban con el zumbido de mis propios pensamientos. Las risas en los pasillos, los saludos mecánicos, la rutina de cada día... todo me sonaba vacío.
Se lo conté todo a Sienna en el descanso. Ella intentó animarme, aunque ni siquiera sabía bien qué decir. Supongo que entendía que no había palabras exactas para eso. Se limitó a sentarse a mi lado, a escuchar, y a decirme que las cosas volverían a su lugar. Yo asentí, aunque en realidad no lo creía.
A media mañana nos informaron que el miércoles se darían las notas finales, que el jueves hablarían de selectividad y que el viernes sería la graduación para los que aprobaran. Algunos se emocionaron, otros se quejaron por los exámenes de repesca, y yo me quedé quieta, sintiendo cómo el tiempo se me escapaba entre los dedos. Una parte de mí quería que la semana se esfumara de golpe, y otra parte deseaba detenerla, como si de verdad fuese a perder algo cuando el colegio se terminara.
En la hora de la comida, las dudas me estaban carcomiendo por dentro. Lucien me dijo que no me preocupara, que todo iba a salir bien. Intenté creerle, pero dentro de mí solo había un revoltijo de miedo y cansancio.
El martes por la tarde me costaba hasta fingir. Tenía la sensación de estar hueca por dentro, como si todo lo que me mantenía de pie se hubiera ido drenando poco a poco y solo quedara un cascarón que caminaba, respiraba y contestaba lo justo para que no notaran demasiado.
—Tienes cara de funeral —me dijo Jael, apoyándose en la barra y mirándome con esos ojos que parecían diseccionarte en silencio.
Me encogí de hombros, intentando sonar despreocupada.
—Será el cansancio.
No lo era, pero tampoco podía explicarle que lo que me desgastaba era sentir que me habían arrancado de golpe lo poco que todavía me hacía sentir segura. Lilith ya no estaba, y aunque nunca había sido exactamente "la tía del año", al menos era algo. Alguien. Un lugar al que volver. Ahora casi no me quedaba nada.
Jael no pareció tragarse mi excusa. Siguió mirándome como si quisiera abrirme en canal para encontrar la verdad, y yo, harta de ese escrutinio, desvié la conversación hacia cualquier tontería, cualquier cosa que me evitara tener que dar explicaciones. No me apetecía hablar, ni mucho menos abrir la boca para exponer un dolor que ni siquiera sabía cómo nombrar.
Rylan se paseaba por el bar como si nada, como si su sola presencia no fuera suficiente para recordarme lo jodida que estaba. Iba y venía con chicas, unas diferentes, otras repetidas, daba igual. Ellas se reían, lo miraban como si fuera el centro de todo, y él respondía con esa indiferencia altiva que siempre le había funcionado. Era el Rylan de siempre, sí, pero más frío, más distante, como si se hubiera borrado de golpe cualquier rastro de complicidad conmigo. Ya no me hablaba, no me miraba, no me sonreía. Nada.
Cada gesto suyo era un recordatorio de que me había soltado la mano justo cuando más lo necesitaba. Pero al mismo tiempo, era un alivio. Porque, siendo sincera, en ese momento lo veía como el culpable de todos mis males. No tenía fuerzas para soportar su cercanía ni sus medias verdades, ni su forma de arrastrarme a un mundo en el que yo nunca pedí entrar. Mejor que me ignorara, aunque me desgarrara por dentro.
Lo observé desde la distancia, apoyada en la barra mientras Jael seguía ocupada con su comida. Lo vi reírse con una rubia de piernas interminables, después susurrarle algo a otra que se sonrojó como si le hubiera dicho la frase más encantadora del mundo. Lo vi y pensé que, definitivamente, era un imbécil de una categoría superior.
Me aparté antes de que mis pensamientos me consumieran. No quería que nadie viera lo cerca que estaba de derrumbarme, así que respiré hondo, bajé la mirada y seguí moviendo vasos como si con eso pudiera arreglar el desastre que era mi vida.
Los días se deslizaron de forma extraña, entre el colegio, el bar y la casa. Era como si la vida se hubiese reducido a un par de escenarios que repetía en automático, sin ganas. El miércoles llegó demasiado rápido, y con él los nervios. Me temblaban las manos más de lo que quería admitir. Porque aunque intentaba convencerme de que todo esto era una estupidez comparado con lo que de verdad estaba en juego, en el fondo sabía que si no salía bien iba a ser un golpe devastador. Era lo único que me quedaba de esa vida normal que había tenido, y perderlo significaba que ya no habría vuelta atrás.
El miércoles amaneció con un aire extraño, casi sofocante. No era solo el calor pegajoso que ya empezaba a instalarse en el ambiente, era esa tensión en el aire que se respiraba desde el pasillo hasta la misma aula.
La primera calificación fue historia. El profesor repartió los exámenes con su eterna cara de aburrimiento y, cuando el mío cayó en mi mesa, casi me temblaron los dedos al desplegarlo. Un ocho y medio. Parpadeé varias veces. Estaba bien, demasiado bien, considerando que había improvisado medio examen. Al parecer, inventar no era tan mala técnica después de todo.
Luego vino lengua. Y ahí ya era demasiado. Un diez. Tuve que volver a mirar el número escrito en rojo como si mi vista estuviera jugándome una broma cruel. Un diez. Eso tenía que ser un error, una mentira piadosa, un desliz del bolígrafo de la profesora.
El resto de las asignaturas fueron cayendo una tras otra como cartas de un mazo que se desplegaba ante mí: nada bajaba del ocho. Ni una. Todo parecía tan inflado que casi dolía de lo irreal. Me giré hacia Sienna con la ceja levantada, la hoja aún en la mano.