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GRADUACIÓN
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Desperté a las ocho y cuarto con el cuerpo completamente rendido. Me tomó un momento darme cuenta de dónde estaba, y otro más convencerme de que realmente tenía que moverme. La alarma del móvil sonaba por tercera vez, recordándome que había prometido estar en casa de Sienna a las nueve.
Intenté abrir los ojos, pero el simple gesto se sentía como levantar pesas. Mi cabeza era un caos, los demonios y Rylan seguía ahí, rondando como una sombra entre mis pensamientos.
Me incorporé despacio, con la sensación de tener el cuerpo hecho de piedra. Me duché de pies a cabeza, busqué entre la ropa unos shorts y un top de tirantes negro. Me los puse casi sin mirar y bajé las escaleras descalza, con el suelo frío bajo los pies, sintiendo el silencio de la casa como un peso más sobre los hombros.
En la cocina, el olor del café recién hecho fue lo único que me mantuvo en pie. Preparé una taza y me quedé apoyada en la encimera, mirando la espuma moverse mientras intentaba despejar la mente. Se suponía que hoy iba a ser un buen día, aunque la verdad es que no tenía idea de cómo se suponía que debía comportarme después de lo de anoche.
Salí de casa diez minutos después, con el pelo todavía húmedo. El aire fresco me golpeó la cara y me sentí tranquila con el silencio del trayecto. Cuando llegué, Sienna ya estaba esperándome en la puerta de su casa, con los brazos cruzados y una sonrisa divertida.
—Llevas una cara horrible —soltó en cuanto bajé del coche.
Intenté devolverle la sonrisa, aunque sabía que debía de parecer cualquier cosa menos convincente.
—Gracias —dije con sarcasmo y ella rió mirándome con curiosidad—. Ayer discutí con el imbécil de Rylan.
Ella chasqueó la lengua y alzó una ceja.
—¿Quieres hablar de eso?
Negué con la cabeza.
—Ahora mismo no.
No insistió, solo me tomó del brazo con entusiasmo.
—Perfecto, porque tenemos una mañana llena de cosas más importantes.
La primera parada fue un salón donde el olor a esmalte y acetona era casi tan fuerte como las voces de las mujeres que reían en las sillas de al lado. Me dejé caer en una de ellas, con las manos sobre la toalla blanca, mientras una chica empezaba a limar mis uñas.
Dos horas. Dos horas sentada en esa silla, mirando cómo el tiempo se estiraba sin piedad. No podía dejar de pensar en lo absurdo que era todo, hacía apenas unas horas había tenido un enfrentamiento con demonios y ahora estaba eligiendo entre tonos de esmalte. Definitivamente no estaba bien de la cabeza. Una persona cuerda estaría traumada, encerrada en casa, tal vez en un hospital psiquiátrico.
Al terminar, conduje hasta la peluquería. Tocaba peinado y maquillaje, lo último del maratón que Sienna había organizado para "el gran día". Ella iba revisando mensajes y hablando sin parar, decía que tres horas no iban a ser suficientes, que el maquillaje no podía ser el mismo que usaba para clase, que todo tenía que salir perfecto.
Cuando por fin llegamos, el ruido de secadores y conversaciones llenaba el lugar. Sienna entró saludando, yo la seguí con paso lento, arrastrando el cansancio. Me dejaron en una de las sillas frente al espejo, y una de las peluqueras me sonrió con energía exagerada antes de cubrirme con una capa de plástico.
—¿Te pasa algo? —preguntó Sienna, girándose hacia mí mientras le sujetaban el cabello.
Negué despacio. —Nada, solo estoy cansada.
El agua fría me resbalaba por el cuero cabelludo mientras una de las chicas me lavaba el pelo, masajeando con movimientos lentos que por un momento lograron relajarme. Cerré los ojos y me dejé llevar por la sensación, intentando vaciar la mente.
Cuando terminaron, me envolvieron la cabeza con una toalla y me pasaron al secador. El sonido constante llenaba el aire, y el calor me envolvía el rostro mientras veía cómo mechones oscuros caían sobre mis hombros.
—Deberíamos cortarlo —dije sin pensar, mirando mi reflejo en el espejo.
Las dos peluqueras negaron al instante, casi indignadas.
—Ni se te ocurra —dijo una, sonriendo—. Déjanos hacer nuestro trabajo, te va a encantar el resultado.
Durante casi una hora trabajaron en mi cabello, alternando el secador y la plancha, dando forma a cada mechón con una precisión que me resultaba hipnótica. Lo dejaron suelto, con ondas suaves que caían sobre mi espalda. El negro se veía más intenso, brillante, y por un instante hasta me costó reconocerme. Siempre había tenido el pelo largo y abundante, pero nunca lo había visto así, tan cuidado, tan... perfecto.
Luego llegó el turno del maquillaje. Me pidieron que cerrara los ojos, y sentí el roce de las brochas, el olor a base y polvo mezclándose en el aire. La sensación de los dedos difuminando el color, del delineador marcando el contorno de mis ojos, del brillo sobre los labios. Cuando me dijeron que podía mirar, levanté la vista al espejo y casi me reí. Había quedado bastante decente, teniendo en cuenta que había llegado con la pinta de una indigente medio dormida.
A mi lado, Sienna ya estaba lista. Llevaba una media coleta alta que dejaba caer su melena rubia en cascada, y el maquillaje resaltaba cada uno de sus rasgos. Era toda perfección, casi irreal.
—Tenemos que correr —dijo mirando el reloj con los ojos muy abiertos—, es tardísimo.
Rodé los ojos, pero no protesté.
Pagamos, me tomó del brazo y salimos casi corriendo de la peluquería. En el coche, ella iba dándome instrucciones como si estuviéramos en una misión de rescate.
—Primero me dejas en casa, luego tú te vistes, y por favor, no te distraigas mirando al techo.
—Tranquila, estaré a tiempo —le respondí con una media sonrisa.
Conduje hasta su casa, la dejé en la puerta y me despedí con un gesto rápido antes de poner rumbo a la mía. El cansancio seguía ahí, pero al menos ahora tenía el pelo perfecto y la cara arreglada. Si algo había aprendido en los últimos días, era que fingir normalidad requería casi tanto esfuerzo como sobrevivir.