No había vuelto al palacio Garnier desde aquella noche. No podía imaginar que, años más tarde, regresaría, a no ser como espectador. En aquel tiempo yo era un fantasma tan atormentado como el famoso personaje de Gastón Leroux.
He venido con antelación suficiente para pasearla sin testigos, aún vacía de público, apreciando este maravilloso templo de la música, cada día más hermoso, como si los años, en lugar de envejecerlo, le aportaran resplandor. He subido por la imponente escalera de mármol blanco que por entonces ascendí junto a un emocionado Kaminsky. He entrado en sus salas, sus galerías, admirando las pinturas y esculturas que brillan bajo la luz de las espectaculares lámparas de araña. Mi recorrido termina en el escenario. Y aquí estoy, seis años después, para dar mi último concierto. No podía haber sido en ningún otro lugar. De esta manera, cierro con broche de oro aquel triste pasaje de mi vida y honro al mejor amigo que he tenido. Se lo debo a él, me lo debo a mí.
No estoy nervioso, más bien conmovido. Los recuerdos se agolpan en mi mente y pujan por salir. Por qué no dejar que fluyan. Ya no me hacen daño. Me remontan al doce de marzo de 2002. Era martes, como hoy.