Capítulo 1
Desperté en martes…
… y no en miércoles. El orgasmo me sacó del sueño antes de lo que había previsto. Mi sexo, aún erecto, intentaba liberarse a través del pantalón del pijama. Noté la humedad entre mis muslos. Lo que me faltaba: poluciones nocturnas a mi edad. «Tendré que intensificar mis relaciones sexuales», pensé con ironía. Hice un esfuerzo para recordar la quimera que me había conducido a tal estado, pero no pude. Mi mente parecía haberse vaciado al mismo tiempo que mis gónadas.
Abrí los ojos con dificultad. La luz blanquecina, que entraba por la persiana guillotinada, huérfana de sol, me estalló en las pupilas. Consulté el reloj: las doce y veinte minutos del martes doce de marzo.
Cuando me percaté de que tan solo habían pasado doce horas desde que me acosté y no veinticuatro, como había calculado, maldije entre dientes. La proporción de somníferos y bourbon no había sido la correcta; tampoco tuve en cuenta las intempestivas ensoñaciones.
Era martes, como entonces. Otro martes maldito. Habría deseado arrancar ese día del calendario y que Crono concentrara esas veinticuatro horas en un segundo para amanecer en miércoles. Al fin y al cabo, ¿qué es un día en el cómputo final de una vida? Nada. Una gota minúscula en el océano, un hecho aislado e inapreciable en el todo. Pero ese desfase me habría salvado y no hubiera tenido que mantener una lucha agotadora contra el deseo de volver a verla. No habría existido la posibilidad de caer en la tentación de aceptar su invitación. Sería miércoles y ella ya no estaría.
Intenté seguir durmiendo, pero fue inútil. La vigilia y el sueño se disputaban mi voluntad. El hormigueo constante de la mano izquierda se había intensificado y el espasmo sexual se había saldado con un tremendo dolor de cabeza. Introduje la mano al calor de las mantas y la froté contra el cuerpo. Las sienes me latían, el dolor se incrustaba como un casco desde la nuca hasta la frente y la ansiedad de días anteriores regresó machacona, produciéndome un desagradable desasosiego. La angustia y la náusea me echaron de la cama.
En el desorden de la habitación, busqué un cigarrillo. Era un fumador ocasional, pero, en esos momentos, necesitaba una dosis de nicotina para calmar la inquietud. Sin embargo, el estómago y la cabeza giraban al unísono. Con toda probabilidad, el humo me haría vomitar. Lo pensé mejor y decidí dejar el tabaco para más tarde.
Arrastré los pies hasta el pequeño balconcillo que se asomaba a los tejados de la ciudad. Lo abrí de par en par con la intención de que el aire frío y húmedo se llevara los últimos vapores de sueño y de alcohol. Contemplé, unos minutos, el mar de pizarras; las chimeneas retaban al cielo inalcanzable y abigarrado de nubes lechosas. El frío reptó por mi piel y me hizo estremecer. Lo aspiré con fuerza y regresé dentro con la intención de prepararmeun café caliente y bien cargado que me haría reaccionar.
En mi minúscula cocina reinaba el mismo caos que en el resto de la estancia; los platos sucios de varios días se apilaban en precario equilibrio dentro del fregadero. Localicé el requemado infiernillo en la estantería adosada a la pared entre cazuelas, platos, vasos y latas de conservas. Lo encendí y cargué la cafetera. Mientras esperaba a que el café burbujeara, opté por darme una ducha. El contacto con el agua helada me provocó un respingo, pero me hizo reaccionar. Al terminar, un enérgico secado con la toalla, hasta que la piel enrojeció, hizo que entrara en calor.
El repiqueteo en el tragaluz llamó mi atención. Un pajarillo se afanaba, sin mucho éxito, en recoger con su pico algún insecto pegado al cristal. El trozo de cielo que enmarcaba la ventana estaba cubierto de unas amenazadoras nubes negras.
Nunca he soportado la lluvia. La atmósfera plomiza y gris me agobia, sumergiéndome en un pozo de melancolía del que me cuesta emerger. Soy como el caracol que necesita la luz y la tibieza del sol para poder salir de su concha.
Pero a ese martes, que debería ser miércoles, lo deseaba brumoso, negro, muy negro, cuanto más mejor.
El frío me erizó el vello. Las viejas buhardillas de la zona alta de la ciudad, en aquellos años, solían carecer de calefacción y de agua caliente. La estufa de carbón proporcionaba el calor necesario para hacerla más o menos habitable en los largos meses del invierno. La tranquilidad, el silencio y la baja renta me compensaban de esas incomodidades. La propietaria era una anciana rica, con tantas posesiones como años, a la que yo le ingresaba puntualmente en su cuenta bancaria, el uno de cada mes, el precio establecido. Nos habíamos visto en una sola ocasión: el día que firmamos el contrato de alquiler. Debí caerle bien porque nunca me reclamó un aumento.
Me gustaba mi apartamento: una habitación abuhardillada con baño. No era muy espaciosa, pero bastaba para meter en ella mi mundo: el piano, la cama, el desvencijado armario ropero de luna rota, cuatro sillas y varias repisas atiborradas de libros y partituras. Un antiguo gramófono ocupaba una de las sillas y la colección de discos de vinilo se apilaba en el suelo. A través de algunas fotos salpicadas por las paredes se hacía presente mi pasado. Podría haber prescindido de todo, excepto del piano. Él y tan solo él le daba identidad a la habitación y a mi vida, lo demás era pura comparsa. Las carpetas de cuero negro donde guardaba las partituras correspondientes al repertorio que tocaba cada noche en L`Oiseau Noir, un cafetín de Montmartre, se acumulaban en una mesa camilla. El local estaba regentado por Girad, un catalán que llegó a París tratando de emular a su compatriota Dalí y que dilapidó parte de la hacienda de su padre en pagar clases de arte y de pintura, pero no tenía talento. Tras varios años de hambre y penurias, no deseando regresar a su país arrastrando su fracaso, abrió un cafetín en el famoso barrio parisino que le permitió subsistir con deshago y prolongar la vida bohemia de su juventud.