Requiem por mi mano ausente

Capítulo 2

Capítulo 2

 

 

La gira por Europa…

 

… había sido un éxito, y París el broche de oro con el que finalizamos la temporada.

Al llegar a la Ciudad de la Luz, la primavera despuntaba jubilosa. Los bulevares de Montparnasse y de Saint-Germain bullían de paseantes felices, y las terrazas de los cafés concurridas por quienes se apostaban al sol disfrutando de esos primeros días primaverales. La música de los artistas callejeros y el intenso aroma floral procedente de los jardines impregnaban el aire, creando una atmósfera única y deliciosa.

Si Katrina hubiera estado allí, nada habría sucedido. Una inesperada enfermedad de su madre la hizo regresar con urgencia a su país antes de que terminara la gira. Nunca se sabe cuándo el destino va a ponerte una zancadilla.

No fue buena idea sustituirla por Francesca, y así se lo comenté a Andrei, el director de nuestra pequeña orquesta. Pero él ya lo tenía decidido: había tocado varias veces con nosotros y se conocía el programa de memoria. Además, era la única violinista disponible y su cuarteto no tenía en esos días comprometida ninguna actuación.

Sabía que Francesca me acarrearía problemas. Años atrás, habíamos mantenido un ardiente romance cuando ambos realizábamos un curso de postgrado en el Conservatorio del Liceo de Barcelona. Exploramos sexo, Gaudí y música al mismo tiempo. Nuestra relación terminó poco después de conocer y enamorarme de Katrina, la dulce y enigmática muchacha rusa de ojos azul transparente.

Francesca se lo tomó muy mal. Lo que para mí no había sido más que una aventura intrascendente, para ella supuso algo mucho más serio y profundo. El que la dejara por otra mujer fue un golpe directo a su orgullo. Nunca me lo perdonó, y a pesar del tiempo transcurrido y de que nuestros caminos divergieron, las veces que el trabajo nos hizo coincidir, no desaprovechó la oportunidad para desplegar sus encantos y coquetear conmigo con el solo propósito de inquietar a Katrina.

Cuando Katrina conoció el nombre de su sustituta se llevó un enorme disgusto y los celos se alzaron pujantes. Le había asegurado una y mil veces que nunca estuve enamorado de Francesca, que entre nosotros solo existió ilusión y sexo, pero ella no podía evitar que las dudas la desbordaran. La despedí en el aeropuerto angustiada por la salud de su madre y llorosa por dejarme al alcance de «esa frívola italiana sin escrúpulos».

Durante los primeros días todo fue bien. Francesca se comportaba con normalidad, amigable, pero sin intentar ningún acercamiento personal, centrada en las actuaciones y en los ensayos. Respiré tranquilo ante su cambio de actitud. Parecía que por fin había superado lo ocurrido entre nosotros. Se la veía feliz y guapa. Sí, estaba guapa y más madura. Hablaba despacio, había modulado su voz, en otros tiempos algo estridente, y ya no se vestía con esos colores llamativos que antaño tanto le gustaban; ahora lo hacía con elegancia y discreción, como si quisiera disimular las líneas exuberantes de su físico mediterráneo sin llegar a conseguirlo del todo.

Era una buena violinista, sin embargo, no llegaba al virtuosismo ni a la sensibilidad exquisita de Katrina. La primera, siendo más pasional, transmitía vehemencia y dejaba su impronta en la música que interpretaba; en cambio, Katrina era etérea y delicada. Dotaba al violín de alma. Cuando en los conciertos se acoplaban, amantes violín y piano, nuestros sentimientos se transmitían a través de los instrumentos protagonizando una conjunción musical perfecta, como si nosotros mismos hiciéramos el amor flotando en el escenario, creando una atmósfera que subyugaba a cuantos nos escuchaban.

El día de nuestra última actuación era un lunes con cara de domingo luminoso y festivo. Nada hacía presagiar lo que sucedió después.

Esa mañana salí muy pronto del hotel para dar un paseo. Caminé despacio, distraído, observando cómo la luz se filtraba entre las ramas de los árboles y proyectaba sombras vibrantes en el suelo. Disfrutando de la agradable temperatura matutina, llegué hasta los márgenes del Sena, en cuyas aguas, según Zola, se reflejan las alegrías y las penas de todos los parisinos. Notre Dame alzaba majestuosa las agujas de sus cúpulas para alcanzar los rayos del sol, los barcos navegaban llenos de turistas y en los márgenes del río los pintores desplegaban sus caballetes y disponían lienzos y pinceles junto a los puestos ambulantes que ofrecían artículos de lo más variopintos. Un acordeón sonaba a lo lejos. Me detuve para recrearme con esa maravillosa postal.

Al dirigir la vista a las terrazas que salpicaban el paseo, descubrí a Francesca y a Andrei. Se mantenían muy juntos, con las manos entrelazadas y en una actitud cariñosa. A pesar de que nos alojábamos en el mismo hotel y coincidíamos en el restaurante, no me había percatado de que entre ellos hubiera algo más que una relación profesional. Sonreí. Se me hizo evidente el interés de ese viejo zorro por contratarla.

No me vieron, así que me alejé de allí dando un rodeo y regresé a mi habitación. Después de almorzar pasé la tarde descansando; deseaba estar fresco y relajado para la actuación de la noche.

Me preparaba para acudir al concierto cuando el sonido del móvil me detuvo. Michael, mi agente, me comunicaba exultante la gran noticia: la Filarmónica de Nueva York quería contratarme como solista para su próxima temporada. «Estás de broma», le increpé incrédulo. Pero no, no era una broma. Michael me aseguró que acababa de hablar con ellos y deseaban que me incorporase cuanto antes para comenzar los ensayos.

Tras recuperarme de la sorpresa, llamé a Katrina. Celebró conmigo la noticia con tanta alegría como lo había hecho unos minutos antes Michael. Dijo sentirse feliz por esa ocasión única y maravillosa que se me presentaba: el reconocimiento a tantos años de trabajo y dedicación. Mi consagración definitiva como pianista.




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