Capítulo 5
El tamborileo tenaz de la lluvia…
… contra los cristales de la ventana me devolvió bruscamente al presente, a ese martes que tendría que haber sido miércoles. Sentía el cuerpo entumecido por la tensión y el frío. Mi mano derecha parecía haberse quedado congelada en un la bemol: moverla hasta la siguiente tecla, para llegar a la afinación precisa, era un paso de gigantes.Con la izquierda sujetaba, con dificultad, el sobre color sepia que había recibido días atrás. Lo miré como si todo el mundo estuviera concentrado en él. Aunque ya conocía su contenido, lo abrí y lo releí una vez más. La tarjeta que guardaba en su interior era una invitación para asistir, esa misma noche, a la ópera, al concierto que la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo ofrecía en una única actuación en París.
Obertura de La Gran Pascua Rusa, de Rimsky-Korsakov
Sinfonía nº 6 Patética, de Tchaikovsky
Concierto para violín nº 1, de Bruch
Violín: Katrina Mateeva
Debajo del programa, escrito a mano, un escueto mensaje junto a un número de teléfono: «Llámame». Firmaba Katrina.
Arrojé la tarjeta al suelo y me dirigí a la estufa. La cebé bien de carbón y, mientras contemplaba cómo las llamas iban creciendo, volví a retrotraerme al pasado, a las últimas horas de mi estancia en el hospital.
Ese día también llovía.
La enfermera que solía atenderme entró en la habitación con la satisfacción pintada en la cara. Sonriendo, me comunicó que, tras los resultados favorables de las últimas pruebas, mi estancia en el hospital estaba a punto de concluir. La noticia me llenó de inquietud.
De los más de treinta días que estuve hospitalizado, diez los había pasado inmerso en un coma a consecuencia del traumatismo craneoencefálico que sufrí en el accidente. Según los médicos, excepto cefaleas ocasionales, no tendría ninguna secuela neurológica. Pero… ¿y mi mano?, ¿qué pasaba con mi mano?
Cuando me quitaron el vendaje y contemplé los dedos rígidos, curvados hacia el interior de la palma, me invadió un terror indescriptible. Mis intentos por saber qué ocurría no habían dado más resultados que unas explicaciones difusas y evasivas. Todos los facultativos coincidían en felicitarme por haber salido con vida de semejante accidente. Ninguno parecía percatarse que recuperar la funcionalidad de la mano era de vital importancia para mí. Esperaba que con ejercicios de rehabilitación, en unos meses, volviera a ser el de siempre. No escatimaría en esfuerzos para lograrlo, pondría todo mi empeño, aunque tuviera que estar ejercitando día y noche. Quería comenzar a practicar lo más pronto posible para incorporarme cuanto antes a mi trabajo.
Era consciente de que había perdido la oportunidad de mi vida. A pesar de que el director de la Filarmónica, cuando Michael llamó para dar la noticia del accidente, garantizó que seguían contando conmigo y que tan pronto me restableciera se lo comunicara, no lo creí. Con seguridad, otro músico ya estaría ocupando mi puesto. Pero, al menos, esperaba poder reintegrarme a mi antigua orquesta.
Asumir mi mala suerte hizo aún más dura la estancia en el hospital. En los primeros días de consciencia, cuando pude darme cuenta del alcance de lo sucedido, me sumergí en un estado depresivo que hizo más lenta la mejoría. No deseaba ver a nadie. Mi único enlace con el exterior fue Michael. En aquellos momentos fue mucho más que mi agente artístico. Él se encargó de llamar a familiares y amigos, incluso se interesó por Francesca que, según me dijeron, se recuperaba en otro centro hospitalario.
El tener a mi familia lejos, en aquellos momentos, lo consideré una suerte. No habría podido soportar los agobiantes cuidados maternales ni sus lágrimas, y mucho menos los reproches de mi padre argumentando que el accidente era un castigo divino por apartarme del buen camino. Katrina, la única persona que me hubiese confortado, no estaba a mi lado.
Fue su imagen la primera que llegó nítida a mi mente al salir del estado comatoso. Lo extraño fue no encontrarla junto a mi cama. Michael me aseguró que llamaba todos los días interesándose por mi evolución, pero me resultaba inexplicable que no hubiese adelantado su regreso. Aun así, la excusaba pensando que su madre la necesitaría más que yo. Sin embargo, no podía evitar que su ausencia me llenara de zozobra.
Cuando me permitieron hablar con ella por teléfono, nuestras conversaciones cortas y escuetas estaban marcadas por prolongados silencios. Las palabras se ahogaban en mi emoción y en sus lágrimas. Nunca me pidió explicaciones sobre el accidente. Tampoco justificó su ausencia. «Mientras estés en el hospital nada puedo hacer. Nos reuniremos cuando puedas regresar a casa». La reacción de Katrina me llenó de desconcierto. Intuía que tras sus pretextos había algo más que no llegaba a captar.
La noche con Francesca se hacía presente con regularidad. No era posible que Katrina se hubiera enterado de lo sucedido, nadie lo sabía, pero su alejamiento me sumió en un desconsuelo que se infiltró en mi ánimo como el suero de la medicación que, gota a gota, penetraba en mis venas dejándome postrado y confuso.
Después de que la enfermera saliera de mi habitación, aseado y vestido, esperé nervioso a que el doctor Antingac, el neurólogo que estaba tratándome, me llamara a su consulta para darme el informe de alta y las últimas recomendaciones.
Intenté distraer mi ansiedad observando la calle a través de la ventana. Llovía. Las gotas descendían por los cristales y se diluían en múltiples regueros de agua que formaban extrañas filigranas. En la calzada, los coches circulaban con lentitud, y la gente, bajo sus paraguas, caminaba deprisa imbuida en sus trajines cotidianos. De pronto me sentí un extraño, como si hubiera dejado de formar parte del género humano, de esos congéneres que pululaban ajenos a mi drama.