Requiem por mi mano ausente

Capítulo 6

Capítulo 6

 

 

Aniol Leszek Kaminsky era polaco…

 

… y había salido de su país a los veinte años, huyendo del ambiente represivo que sufrían en Polonia los intelectuales y los artistas, más aún si eran judíos, tras las revoluciones del sesenta y ocho. Después de recorrer varios países europeos, llegó a París soñando con poder vivir del arte. Hizo suyo el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad, y trató de asentarse en una sociedad a la que a nadie parecía importarle su pensamiento político, sus creencias o su religión, y en donde podía mostrar su homosexualidad sin tapujos.

Se enamoró de la ciudad que irradiaba luz y pálpito de vivir. Abrazó a la bohemia y se instaló en Montmartre, a la sombra de Picasso, Modigliani, Van Gogh y de tantos otros pintores famosos, con la ilusión de que sus influencias lo dotaran de su misma suerte. Pero sus sueños de triunfar en la ciudad que le fascinó, con el paso del tiempo, fueron desvaneciéndose. París no resultó ser la tierra prometida del maná y la miel; el cuerno de la abundancia y del éxito no había sonado para él. Era un buen retratista, sin embargo, la venta de sus cuadros no le daba para comer. Los turistas preferían pagar por una acuarela mediocre que les recordase su paso por la ciudad del Sena antes que invertir sus euros en un buen retrato.

Vivía precariamente y completaba sus ingresos tocando el acordeón, instrumento que le enseñó a tocar su abuelo cuando era niño. Desde que su última pareja lo dejó, un muchacho italiano mucho más joven que él, cansado de compartir penurias plasmadas en los lienzos, mitigaba su soledad en el alcohol. Había engordado en exceso, las arrugas que surcaban su frente eran más profundas y de sus ojos grises había desaparecido la chispa burlona que los caracterizaba. Su salud también se había resentido: ante cualquier pequeño esfuerzo su respiración se tornaba fatigosa y el corazón le había dado ya algún aviso. Tan solo en una ocasión accedió a consultar con un médico y hacerse una revisión.

Cuando me interesé por los resultados, malhumorado aseguró que nunca volvería a ponerse en manos de un matasanos para que le prescribiera pastillas y le prohibiera gozar de los únicos placeres que tenía en la vida: alcohol, tabaco y sexo. Llevándose la mano al pecho, afirmó: «Este se parará cuando quiera, pero a mí me pillará cantando y, mientras tanto, succionaré la vida con la misma fruición que el recién nacido la teta de su madre».

No obstante, parecía estar siempre de buen humor; se enrollaba con cualquiera que lo invitara a un trago y se prestase a escucharlo. A pesar de su inclinación sexual, cuando no encontraba compañía en personas de su propio sexo, siempre había alguna vieja dama de ínfima reputación dispuesta a ofrecerle sus calientes y enormes pechos para reposar su cabeza y dormir la resaca. A causa de sus excesos aparentaba tener más años. Todavía no había cumplido sus sesenta, sin embargo, aparentaba tener muchos más. Era consciente de que, a no ser que el destino lo bendijera con un golpe de suerte, lo peor estaba por llegar.

A pesar de la vecindad, en un primer momento, apenas tuvimos relación. Encerrado en mi desgracia no le di muchas oportunidades. Yo apenas salía de casa y él trabajaba de noche y dormía de día, por lo que ni siquiera habíamos coincidido en la escalera. Fue Michael quien me lo presentó. Por motivos profesionales tendría que dejar la ciudad y, según su criterio, yo todavía necesitaba niñera que me cuidase. Cuando me lo propuso me negué en redondo. No quería dejar entrar en mi pequeño mundo a un extraño. Pero Michael fue muy persuasivo y argumentó que, en algún momento, podía necesitar ayuda y Kaminsky se había ofrecido a prestármela si fuera preciso.

«Es una buena persona —afirmó—, y yo no puedo alargar más mi estancia en París. Sabes que mi trabajo me lleva a estar viajando constantemente. Me marcharé más tranquilo sabiendo que te dejo en buenas manos». Al final accedí. Michael ya había hecho más que suficiente por mí y no pude negarme.

Así fue como Kaminsky, un año después del accidente, entró en mi vida. Que su apartamento estuviera debajo del mío eran puntos a su favor, además, también era músico o, al menos, tocaba el acordeón en un viejo cafetín. Su único defecto, si podía llamarse así, es que le gustaba demasiado el whisky. Resultó ser el único amigo que tendría en París en mucho tiempo. De hecho, gracias a él, encontré trabajo en L´Oiseau Noir, el cafetín donde tocaba por las noches, amenizándole la velada a los clientes, en su mayor parte, extranjeros.

Le costó varios meses lograr que confiase en él. Lo que menos deseaba era inspirarle lástima. Sin embargo, derribó mis defensas deponiendo primero las suyas; no se trataba de competir en desventuras, aunque a Kaminsky la vida tampoco lo había tratado demasiado bien. Un treinta y uno de diciembre, mientras apurábamos unas copas, más para combatir el frío y la soledad que para celebrar el inicio del Año Nuevo, nos confesamos mutuamente.

Yo tenía uno de esos días en los que los recuerdos y mi desgracia se me hacían insoportables. Esa mañana me había aventurado a dar un paseo animado por un débil sol de invierno. Al recorrer las calles vestidas de Navidad, percibiendo la algarabía de las gentes que celebraban por convicción u obligación la felicidad exultante de esas fiestas universales, me sentí fuera del mundo, aún más de lo que ya lo estaba. La alegría de los demás era como una bofetada para mi espíritu. Mis padres habían insistido mucho para que fuera a celebrar las fiestas navideñas con ellos, incluso amenazaron con viajar a París si yo no deseaba desplazarme. Les quité la idea de la cabeza. En realidad, no tenía nada que festejar.

Regresé a mi casa más desgarrado de lo que salí y me metí en la cama. No la abandoné hasta que Kaminsky llamó a mi puerta. A pesar de que eran más de las tres de la madrugada, le abrí.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.