Rescatando a Papá

Capitulo 1

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La mansión Rainieri se alzaba majestuosa bajo el sol abrasador de Punta Cana, con su fachada blanca impoluta, su jardín perfectamente podado y su fuente de agua bendita que salpicaba como si no existiera la crisis. Desde afuera, la vida de Máximo Rainieri, de treinta y ocho años, parecía un catálogo de éxito. Pero adentro… el infierno tenía nombre, apellido y pañales cagados.

—¡Se lo dije, doña Altagracia! ¡Yo no sirvo para esto! Ese niño tiene algo pegado… ¡no es normal que llore así! —gritaba la novena niñera del mes mientras recogía sus cosas con una rapidez que solo se ve cuando uno está dejando a un hombre infiel.

Altagracia, la ama de llaves con más años en esa casa que los portones eléctricos, se sobaba la frente mientras el bebé berreaba con fuerza de concierto urbano y la niña se negaba a comer su puré de zanahoria, mirándolo como si fuera veneno de cucaracha.

—¡Señorita Jennifer, cálmese! ¿Y la niña?

—¡La niña no me quiere ver ni en pintura! Me dijo “fuera” con un lápiz en la mano. ¡Yo me voy antes de que me puyee un ojo!

—¿Pero qué voy a hacer yo sola con estos niños?

—¡Yo no sé, señora!

—Pero don Máximo...

—¡A mí no me importa! —grita alterada—. Ese hombre necesita buscar ayuda profesional. Yo soy niñera, no psicóloga, ni sacerdotisa, ni Dora la exploradora. ¡Bye!

Y sin más, se fue. Así, como si dejar a dos niños pequeños en pleno colapso emocional fuera lo más normal del mundo. Altagracia cerró la puerta y se quedó mirando la sala.

—Jesús, agárrame —susurró con el rosario imaginario en la mano.

El portón automático se abrió justo cuando la camioneta negra de lujo dobló la esquina con fuerza. Del vehículo bajó Máximo Rainieri, de cabello rubio oscuro, ojos azules como el mar Caribe, alto, musculoso, tan grande de todo, que a menudo se le comparaba con Thor, el dios del trueno en la mitología nórdica y germánica.

El importante empresario llevaba una camisa blanca arremangada, pantalón de lino, gafas oscuras y cara de pocos amigos. Bueno, de ningún amigo, porque no tenía.

Iba hablando por teléfono, discutiendo algo de una inversión en Nueva York y una reunión en Cap Cana. Hasta que escuchó el llanto.

—¿Qué pasó ahora? —preguntó mientras colgaba la llamada.

Entró a la casa como un rayo y se encontró con el apocalipsis versión infantil: el niño, tirado en el suelo, berreando como si le hubieran cancelado el canal de BabyTV. La niña, sentada en la escalera, abrazando su osito y con la cara hundida en las piernas. Y Altagracia… en el medio, con el delantal sucio y el alma en los talones.

—¿Dónde está la niñera?

—Se fue.

—¿¡Otra vez!?

—Don Máximo… —dijo ella con tono de advertencia, usando su nombre de pila como si fuera su mamá—. Usted tiene que hacer algo.

—Estoy haciendo algo, trabajo. ¿O prefiere que me siente a llorar con ellos?

—Prefiero que se siente a escucharlos, porque están llorando por su mamá. Por usted. ¡Por atención!

Máximo, quien odiaba lidiar con sus emociones, se pasó las manos por la cara.

—¡Yo no sé qué hacer! Mierquina, ¡no lo sé! Yo… —su voz se quebró—. Yo también me quedé solo.

Altagracia se acercó y bajó el tono.

—Usted no quedó solo, don Máximo. Quedó con dos pedacitos de su esposa. Dos criaturas que lo necesitan. Que no entienden por qué mamá no vuelve, pero tampoco entienden por qué papá tampoco está.

Él miró al niño, que ahora lo observaba con los ojos llenos de mocos y tristeza. Y luego a la niña, que lo esquivaba como si él fuera el enemigo.

—No los estoy dejando a propósito…

—Pero igual los está dejando. Entiendo su dolor, perder a doña Miriam fue devastador, pero sus muchachitos lo necesitan.

Silencio.

—¿Y qué quiere que haga? —dijo en voz baja—. ¿Contratar otra niñera que se largue en tres días?

—No. Busque una de verdad. De esas que crían con amor, que saben bregar con berrinches y hambre emocional. Alguien que no venga por el sueldo, sino por los niños.

—¿Y dónde se consigue eso? ¿En Mercado Libre?

—No.

—¿Por Amazon?

—¡Pero qué carajos dice!

—Entonces no sé, me he buscado las que mejor referencia tienen en el país, y ninguna sirve.

Altagracia lo fulminó con la mirada.

—Ya sé quién.

—¿Quién?

—La hija de mi comadre. Es profesora de primaria. Cría hasta gatos si se lo piden. Loca como una cabra, pero tiene buen corazón. Se llama Trinidad del Carmen Pérez, pero le dicen Trini.

—¿Y vive en qué zona?

—En Los Mina.

Máximo alzó las cejas como si le acabaran de decir “vive en Júpiter sin oxígeno”.

—¿Eso es un barrio?

—Sí, un barrio.

—Ummm...

—Yo también soy de un barrio. Además, usted no la quiere para casarse, la necesita para los carajitos —respondió Altagracia sin filtros.

Él se frotó la nuca, caminó por la sala, tropezó con un carrito de juguete, y casi se va de boca.

— ¡Me lleva el diablo! — grita.

— ¿Don Máximo, está bien? — pregunta la mujer, viendo como su jefe se pone rojo, luego morado.

— No...— suspira profundo el rubio, para no explotar como bomba nuclear —. Bien...llámela. Que venga mañana.

—Ya la llamé — le suelta como si nada —. Viene en media hora.

Máximo se detuvo en seco.

—¿Cómo que media hora?

—Don Máximo, no me discuta, usted necesita ayuda. Y los niños necesitan amor. No hay tiempo que perder.

Él se quitó los lentes, se talló los ojos.

—No puedo con esto…

—Pues aprenda. Porque a la vida no se le dice “pausa”.

─── ❖ ── ✦ ── ❖ ───

Hace pocos meses, Máximo Rainieri era un hombre diferente. No era solo un empresario exitoso: era esposo, futuro padre de tres, y el tipo de hombre que llegaba con flores y llevaba a su mujer a desayunar frente al mar los domingos.

Hasta que el mundo se detuvo.

El accidente fue en la carretera de Bávaro, una llanta que explotó, un giro inesperado, y su esposa… y el bebé que ella llevaba en el vientre… no sobrevivieron.




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