Cuando Trinidad del Carmen Pérez, alias Trini, bajó de la guagua y vio esa mansión más grande que la zona franca de Herrera, lo primero que pensó fue:
—Esta casa se me parece a la de La usurpadora, ahorita me sale una gemela malvada diciéndome: Seduce a mi marido millonario y sabroso, cuídame los niños mientras yo me voy para Europa con mis amantes.
La mansión parecía sacada de una novela turca con piscina de agua bendita y portones eléctricos. Y ella, profesora de primaria, criada en el corazón de Los Mina, amante de los memes, las croquetas y los especiales del colmado, estaba a punto de entrar a trabajar como niñera en la casa de una de las familias más ricas del país.
Tocó el timbre y le abrió una señora que había sido amiga de su mamá, hacía tiempo.
—¿Trinidad Pérez?
—La misma que viste y calza, ¿y usted?
—Yo soy Altagracia, la ama de llaves. Fui el miércoles a tu casa.
—Ah, sí, la doñita que derizó a mi mami.
—Siga... y que Dios la acompañe.
—¿Esta casa es de verdad o la pintaron con Photoshop? —preguntó en voz alta.
Altagracia la miró con su cara de siempre: mezcla de paciencia infinita y “estoy a un empujón de jubilarme”.
—Trini, por favor, te comportas, ¿sí? Nada de hablar demasiado…
—¿Yo? ¿Hablar mucho? ¡Ay, doña Altagracia, si yo soy calladita como la mamá de Bad Bunny en los Grammy!
—Trini…
—¡Está bien, está bien! —levantó las manos como quien va a ser arrestada—. Prometo no mencionar que tengo una tía con seis hijos de cinco papás diferentes. Lo juro.
—Trini.
—Ya me callé.
Adentro, el caos era tan real como el calor del mediodía. Un bebé gritaba con una fuerza que parecía estar invocando a su madre desde el más allá, mientras una niña de unos tres años se escondía bajo una mesa, con una linterna y cara de “aquí no me sacan ni con brujería”.
—¡Don Máximo! ¡La niñera está aquí! —gritó la ama de llaves.
De una de las puertas dobles de caoba salió un hombre en traje gris, camisa blanca sin una arruga, y una mirada que podía matar cucarachas con solo alzarlas.
Máximo Rainieri.
Trini lo vio y se atragantó con su propia saliva. Literal. Tuvo que toser disimuladamente mientras lo escaneaba con los ojos como quien está leyendo la portada de una revista de modelos, edición “Viudos millonarios en oferta”. Ese hombre no era bonito, era una maldita desgracia genética: alto, rubio, mandíbula tallada por los ángeles, cejas fruncidas como si todo le diera pique, y unos brazos que gritaban “abrázame aunque estés brava”. Y esos ojos azules, ¿serán de este planeta? Trini parpadeó, procesando. ¿Y este es mi jefe? ¿Y a mí por qué nadie me advirtió que iba a trabajar en telenovela? Se agarró el pecho por si acaso el corazón se le quería ir pa’lante.
—¿Usted es la nueva niñera? —preguntó Máximo, sin levantar mucho la voz, pero con ese tono que decía: “No me hable si no tiene doctorado en psicología infantil y un crucifijo bendecido por el Papa”.
—No, yo soy la exorcista. Vengo a sacar los demonios de estos dos ángeles —respondió ella sin pensar, como siempre.
Silencio.
Hasta el aire acondicionado pareció apagarse.
—Fuera de mi casa —dijo él, seco como galleta de agua vencida.
Trini se echó hacia atrás, ofendida.
—¿Y eso? ¿Porque hice un chiste?
—Porque no necesito una payasa. Necesito una profesional.
—¿Y usted cree que las dos cosas no pueden ir juntas? ¿Usted cree que cuidar carajitos que lloran, muerden, no hablan y no quieren comer no es cuestión de tener skills? —le espetó con una mano en la cintura.
La ama de llaves se persignó.
—Don Máximo… —intervino Altagracia—. Déle cinco minutos. Si no funciona, yo misma la saco.
Él aceptó con un resoplido y se largó por donde había venido.
—A mi jefe se le habla con respeto —le advierte la doña.
—Pero él fue que empezó, me dijo payasa y a mí nadie me dice así.
—Trini...
—Con esa no me quedo. Me la voy a cobrar.
La morena empezó a caminar por la casa, como si conociera el lugar de toda la vida. Notó el olor a menta y manzanilla.
—Mira qué bien, así huelen las casas de los ricos.
Sus ojos se detuvieron en la niña pequeñita y rubia que se había sentado en el sofá, y la miraba fijamente como si pudiera leerle el alma.
—Hola, mi amor —le dijo Trini bajando la voz—. ¿Cómo tú te llamas?
La niña bajó la mirada, abrazó más fuerte su osito.
—Ella se llama Mía —dijo Altagracia desde atrás.
—¿Y tú sabes lo bonito que es ese nombre? Mía... es como decir “mi pedacito”. Ay, pero qué muñeca tú eres. —Le ofreció la mano—. Yo soy Trini. Tengo veintitrés años, hablo mucho y cocino poco. También sé bailar, cambiar pañales y me sé todas las canciones de Plaza Sésamo. ¿Somos amigas?
La niña no respondió. Pero por primera vez… sonrió. Muy poquito, casi imperceptible.
—Esa sonrisa es mi premio del día —susurró Trini, guiñándole el ojo.
Entonces se oyó el llanto del bebé desde la esquina. El pequeño rubio estaba rojito de tanto llorar, sus ojitos azules estaban aguados y se notaba que tenía mucho sueño.
—Ese es el otro bombón —dijo Altagracia.
—¿Cómo se llama?
—Benjamín.
—¿Y qué edad tiene?
—Diez meses.
—¿Y qué le gusta?
—Teta.
—¿Algo más?
—Solo teta.
Trini soltó una carcajada tan fuerte que la lámpara del recibidor vibró.
—Bueno, eso no está en el contrato. Pero vamos a ver qué se puede hacer.
Se acercó al corral, con seguridad, agarró al bebé, y en cuestión de segundos, el llanto cesó.
—Pero qué niño más bello, parece un modelito de esos anuncios de Pampers —dice y el niño se queda embelesado ante su voz cantarina—. Ay bombón, tú pareces hijo de Brad Pitt, qué bonito eres, mi vida.
Le hablaba bajito, como si le contara un secreto. Él la miró como si la conociera de antes.