El restaurante estaba escondido entre palmeras y luces cálidas, frente al mar de Punta Cana. Uno de esos lugares donde no se hacían reservas por teléfono, sino por apellido. Un sitio exclusivo, silencioso, donde los camareros vestían de negro impecable y la brisa entraba con permiso.
Máximo Rainieri se sentó en la terraza privada con el ceño fruncido y la camisa blanca recién planchada. Como siempre. Como todos los días desde hacía nueve meses.
—Máximo, tú siempre con el mismo color de camisa —dijo Elías Grullón, su mejor amigo, mientras dejaba su teléfono a un lado—. Ni una gota de color. ¿Qué tú eres ahora, un mayordomo británico?
—Deja de criticarme la ropa, que vine a buscar paz —respondió Máximo, con su voz baja, seca. Siempre elegante, pero con un filo que nadie se atrevía a tocar.
El camarero apareció con una reverencia.
—¿Lo de siempre, señores?
—Claro —asintió Elías—. Dos Presidentes bien frías. Y por favor, tráenos los ceviches, las empanaditas de langosta y después el churrasco ese que ustedes hacen con mantequilla de trufa. Ya tú sabes.
—Inmediatamente, señor Grullón.
Máximo miró a su amigo. Siempre igual de seguro, relajado, con el cabello peinado hacia atrás y los zapatos más caros que el alquiler de media ciudad. Lo conocía desde que tenían doce años y compartían vacaciones en Casa de Campo.
—¿Y esa euforia tuya? ¿Ganaste algo?
—No gané nada, pero me di cuenta de que estoy vivo. Y eso es ganancia. Tú deberías apuntarte a eso.
Máximo miró el mar. Oscuro y tranquilo.
—No todos estamos hechos para celebrar.
—Tú tampoco estabas hecho para quedarte viudo tan joven.
—No sigas —dijo Máximo, levantando la mano con calma, pero firme.
El camarero trajo las cervezas. Dos Presidentes bien frías. Ambos brindaron sin decir nada.
—Salud —murmuró Elías.
—Salud —repitió Máximo, dándole un sorbo.
El sabor helado le bajó como un latigazo por el pecho. Un alivio corto. Falso.
—¿Sabes qué me dijo la vieja mía el otro día? —empezó Elías—. Que tú tienes cara de hombre sin vida. Que se te nota que te estás castigando.
—Es que me estoy castigando.
—¿Por qué?
Máximo lo miró. Y por primera vez en mucho tiempo, sus ojos se aguaron. De ese tipo de humedad que uno traga antes de que se escape.
—Porque el día del accidente… yo no estaba. Porque ella iba sola. Porque discutimos. Porque yo tenía una reunión estúpida en La Romana que ni fui. Y porque a veces, cuando veo a Benjamín llorar buscando a su mamá… siento que le destruí la vida a ese niño.
Elías bajó la mirada.
—Max…
—A veces me despierto y olvido que ya no está. Me levanto y busco a Miriam con los ojos. Y luego me doy cuenta. Y ahí es donde duele. Porque ese segundo en que olvido, es el más feliz que tengo… y el más cruel.
El silencio se hizo incómodo. Hasta las olas parecían respetarlo.
—Miriam te adoraba, viejo. Esa mujer hablaba de ti como si fueras un premio.
—Y por mi culpa se murió, Elías. Se fue brava. Con el bebé en el vientre. ¿Tú sabes lo que es eso?
—Tú no la mataste. Fue un accidente.
—Yo no estuve.
—Tú no pudiste evitarlo.
—Y eso es lo que más me jode —dijo Máximo, apretando la botella.
Elías suspiró.
— Max, tienes dos muchachos que te están esperando para sanar. Mía está creciendo y nota todo. Y el niño… necesita que estés cerca.
Máximo tragó en seco. Porque era verdad. Porque lo sabía. Porque dolía más cuando venía de alguien que lo conocía tanto.
—¿Tú crees que yo me voy a curar alguna vez de este dolor?
Elías lo miró, serio por primera vez en la noche.
—No. Uno no se cura de esas cosas. Uno aprende a vivir con el hoyo. Le pone flores. Le pone fotos. A veces se sienta al lado y llora. Pero sigue viviendo. Porque la vida no se detiene aunque uno esté roto.
Máximo apretó la mandíbula.
—Estoy cansado, Elías.
—Y yo lo sé. Pero tú no te puedes rendir. Porque Miriam no te dejó solo, viejo. Te dejó a Mía y a Benjamín. Tú tienes que encontrar la forma de quererlos sin miedo. De ser papá de verdad, no solo el proveedor.
La cena llegó. Carne jugosa, perfecta, servida con detalles que harían llorar a cualquier chef francés. Pero Máximo comió en silencio, lento, mientras su amigo hablaba de negocios, del calor, del último viaje a Madrid y del yate nuevo que su papá le había regalado por su cumpleaños.
—Yo ni quiero que me regalen más nada —decía Elías.
—Tú sabes que tu papá es loco contigo, eres su único hijo.
—Bueno, sí, pero a veces exagera.
—Tengo que ir a visitarlo, antes de que me arme un lío.
—Así es, mi hermano, tienes que levantar ese ánimo. Yo quiero que vuelvas a reírte como cuando armábamos líos en el colegio.
—No sé si tengo risa todavía —respondió Máximo.
—Pues búscala. Y si no la encuentras… déjate sorprender. A veces el brillito de felicidad llega cuando uno menos lo piensa.
Máximo alzó una ceja.
—¿Eso fue un proverbio de Instagram?
—No, fue lo que me vino a la cabeza después de escuchar un podcast de una jevita que me gusta.
Máximo escupió casi la cerveza.
—¿En serio?
—Sí, mi hermano. Se llama Karina y me tiene embrujado, con esa es que me voy a casar.
—Eso lo dices con todas.
—No, esta tipa tiene algo, viejo, algo que me mueve. Esta es la real, la definitiva.
—Bueno, si tú lo dices, pero a mí no me la presentes —le advierte—. Tú me la presentas cuando te vayas a casar, que la última loca casi me arma un lío porque te fuiste con otra y me echó la culpa.
—Eso es parte de la amistad: encubrirse.
Máximo le dio un manotazo y siguieron comiendo.
Cuando se despidieron, ya era muy tarde en la madrugada. La camioneta esperaba afuera, con el chofer listo. Máximo entró en silencio, y miró por la ventana mientras cruzaban la avenida frente a la playa.
Y entonces, sin querer, recordó a la loca esa... Trini.