Rescatando a Papá

Capitulo 5

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Trini se alisó el moño con la mano como si fuera un peinado profesional. No lo era. Era un moño de batalla, de esos que sobreviven guaguas, calor y aceites de coco. Pero ese día tenía que verse “presentable”, porque no iba a dar clases en la escuela del barrio… iba a la mansión Rainieri.

Y no en motoconcho.

En una camioneta de lujo.

Cuando la yipeta negra apareció frente a su casa, brillando más que el diente de oro del colmadero Don Papo, el barrio volvió a colapsar.

—¡Mírala a ella! ¡Otra vez recogida en carro ajeno! —gritó la vecina chismosa desde el segundo piso.

—¡Mija, acuérdate de una, cuando seas millonaria! —le dijo un tío borracho desde la esquina.

—¡Llévame contigo, Trini! ¡Llévame aunque sea en el baúl! —gritó su hermana menor.

Trini, como buena reina del caos, saludó con la mano, tiró un beso al aire y se acomodó la mochila.

—Me avisan si la perrita de la vecina vuelve a parir en el balcón —dijo antes de subir a la camioneta como toda una celebridad.

—Buenos días, señorita Trini —saludó el chofer, un tipo serio, vestido de negro y con lentes oscuros, más rígido que muñeco de yeso.

—Buenísimos días, mi rey. ¿Cómo amaneció usted? ¿Desayunó? ¿No tiene gases, verdad?

El hombre la miró por el retrovisor, sin saber si reír o llamar a recursos humanos.

—Todo bien, gracias.

—Ay, qué bueno, porque imagínese, una en yipeta y el chofer con mal de amores, se nos daña el glamour.

El trayecto hacia la mansión fue tranquilo al principio. El aire acondicionado estaba tan frío que Trini tuvo que envolverse en su pañuelo. Miraba las palmeras, los hoteles, los carteles de jugos naturales… hasta que, en plena luz roja, algo se movió en la orilla de la carretera.

—¡Ay, Dios mío!

—¿Qué pasó? —dijo el chofer, frenando más de lo necesario.

—¡Mire eso! —señaló con los dos dedos como si estuviera viendo un milagro o un demonio.

El chofer entornó los ojos.

—¿Eso es… un conejo?

—¡Y cojea! ¡El pobre cojea! ¡Pare, por favor!

—No, señorita. No podemos detenernos en esta zona. Además, ese animal puede tener rabia, sarna o saber Dios qué.

—¡¿Y eso qué importa?! ¡Está herido! ¡Y me está mirando! ¡Mírele los ojitos! Está pidiendo ayuda.

—Está pidiendo que lo dejemos tranquilo, señorita.

—¡Usted no tiene corazón! ¡Usted es un robot! ¡Un villano de película de bajo presupuesto!

—Tengo órdenes de llevarla directo a la mansión.

—¡Y yo tengo órdenes de mi alma de no dejar a ningún animalito cojear sin esperanza!

El chofer, ya sudando moralmente, intentó resistirse.

—Ese conejo puede tener cosas. Enfermedades y piojos con título universitario.

—Pues yo tengo aceite de coco, alcohol, y el amor de Cristo. ¡Y con eso, se cura cualquiera!

El hombre no sabía si bajarse, acelerar o llamar al psiquiatra del jefe.

—Señorita Trini, no está permitido bajarse en plena avenida.

—¿Y quién dijo que me importa? ¡Ese animalito necesita a alguien! ¡Y esa alguien, soy yo!

Y sin esperar más, Trini abrió la puerta y bajó con la mochila en un brazo, el pañuelo en el otro y cara de misión humanitaria.

El conejo —blanquito, sucio, orejudo y efectivamente cojo— no se movió. La miró con una carita triste que habría ablandado hasta al mismo Máximo Rainieri. Trini se agachó.

—Tranquilo, mi amor. Ya llegué, te ves jodido, pero llegué.

El chofer salió desesperado, murmurando oraciones.

—¡Por Dios, suba a la camioneta!

—¡Espérese que Filomeno me necesita!

—¿Quién?

—Filomeno. Así se llama. Mírelo bien, tiene cara de Filomeno que vendía pan en otra vida.

El hombre se rindió. Trini tomó al conejo con cuidado, lo envolvió en su pañuelo y lo llevó a la yipeta como si cargara un bebé recién bautizado.

—¿Y qué vamos a hacer con eso ahora? —preguntó el chofer, ya al borde del colapso.

—Lo llevamos a la mansión. Yo me encargo.

—¿Usted está loca?

—Un poco, pero soy funcional. ¡Arranque!

Y así fue como Trini, profesora de primaria, niñera a prueba, y ahora rescatista oficial de conejos callejeros, llegó a su primer día de trabajo en la mansión Rainieri.

Desaliñada, con mochila en la espalda y un conejo llamado Filomeno.

—Ay, Filomeno, tú no lo sabes, pero estás a punto de vivir en alfombra persa, mi rey —susurró Trini mientras lo acariciaba—. No te me mueras, ¿eh? Que tú y yo vamos a hacer historia.

Y desde la parte delantera de la yipeta, el chofer murmuró bajito:

—Este trabajo no me lo pagan suficiente…

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La camioneta negra se detuvo con elegancia frente a la imponente mansión Rainieri. Las rejas se abrieron como si reconocieran al vehículo, y los jardineros dejaron de podar al ver quién bajaba.

Trinidad del Carmen Pérez —alias Trini, la bendecida, la elegida, la patrona del caos— descendió como si estuviera en una alfombra roja. En una mano, su mochila con lonchera; en la otra, un conejo envuelto en pañuelo floreado, con una pata tiesa y los ojos más tiernos del universo.

—Gracias por el viaje, mi comandante —le dijo al chofer, mientras él cerraba la puerta con resignación—. No le digas a nadie que lloraste cuando lo viste, ¿eh?

—No lloré.

—Ajá. Y ese brillito en los ojos era qué, ¿bruma tropical?

El chofer se subió a la camioneta y arrancó sin mirar atrás.

Trini caminó por el camino empedrado con la frente en alto, como si llevara al mesías conejo en brazos. Altagracia abrió la puerta principal y se quedó pasmada.

—¿Trini… eso es un conejo?

—No, es un milagro. Se llama Filomeno y va a vivir con nosotros.

—¡¿Aquí?! ¿¡En esta casa!?

—¡Shhh! No grites que el niño está herido — reprende —. Míralo, que bello parece que lo crió la Virgencita de la Altagracia.

—¿Y Don Máximo sabe de eso?




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