Rescatando a Papá

Capitulo 6

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Máximo caminó hasta el comedor, todavía digiriendo su derrota emocional ante un conejo y la mujer loca. Se sentó con el periódico, listo para disfrutar su desayuno en silencio…

Pero entonces, Trini lo vio.

—¿Y usted qué hace?

—¿Cómo que qué hago?

—¿Va a desayunar?

—Sí. ¿Por?

—¿Sin los niños?

—Siempre desayuno solo.

Error. Error fatal.

—¿¡CÓMO QUE USTED DESAYUNA SOLO!? ¿Y LOS MUCHACHOS? ¿QUÉ SON, INVISIBLES?

—Trini, no grite…

—¡Usted no desayuna solo en esta casa ni un día más, patrón! ¡Esto no es un hotel! ¡Esto es una familia!

—No me dé órdenes, Trinidad.

—Trini, ya le dije que me diga Trini.

—Deje de discutirme, Trinidad.

—Y usted escúcheme, señor de la tercera edad.

—Estoy a un respiro de despedirla —dice Máximo.

—Pues inhálelo profundo, señor de la tercera edad, porque eso no va a pasar —responde Trini, desafiante.

Máximo, volviéndose a poner morado, masculla:

—¿Qué hago para que no me diga señor de la tercera edad?

—¿Le ofende? —lo provoca Trini.

—Sí, me ofende. Porque no soy un viejo —admite, apretando los dientes.

—Pues no me diga Trinidad. Dígame Trini, y habrá respeto mutuo.

—Bien… Trini.

—Usted ve, don Máximo, ahora sí estamos hablando. Pero esta tregua amistosa no va a evitar la pela de lengua que le voy a dar por no desayunar con sus hijos. ¡De ahora en adelante los niños bajan a desayunar!

—Yo no…

—¡Yo sí! ¡Altagracia, prepare tres platitos de desayuno infantil, uno para cada criatura!

—¿Tres?

—¡Mía, Benjamín y Filomeno!

Máximo se llevó la mano al rostro.

—Dios mío…

—¡Y después dice que no cree en milagros! — suelta la morena —. Yo soy el milagro que le estoy poniendo en orden su hogar.

— Trini...

—Me lo agradece después con un viaje a las Bahamas. Usted tiene dinero para eso —dice sin más, y le da la espalda.

A Máximo, el tono de su piel se le volvió un grado más morado.

Trini subió las escaleras como si fueran de su casa. Abrió la puerta de la habitación de Mía en silencio y se acercó a la niña que aún dormía hecha un ovillito.

—Mi muñeca linda… buenos días —susurró acariciándole el cabello—. Despierta, que hoy vas a desayunar con tu papá. Como debe ser.

Mía se giró, pestañeando, desorientada.

—Ponte las pantuflas, mi reina. Nada de desayunar solita como si fueras huérfana de telenovela. Hoy es un nuevo día, y tú tienes cita con tu padre… y con pan con mantequilla, chocolate caliento y queso de hoja.

La niña sonrió débil, pero se incorporó obediente. Trini le guiñó un ojo y le dio un besito en la frente.

Luego cruzó el pasillo, entró a la habitación del bebé y se asomó a la cuna.

—¡Buenos días, Benja! ¡Ay, mi rubio precioso!

El niño levantó los bracitos al verla, con una sonrisa tan grande que a Trini se le aflojó el alma.

—¿Y ese abrazo a esta hora? ¡Dios mío, qué recompensa! ¡Y yo que creía que los lunes eran malos!

Lo alzó, lo cargó con amor y le habló como si el niño la entendiera:

—Hoy vamos a desayunar con tu papá, ¿sí? Como la familia más rara pero más linda del mundo.

Y el niño… rió.

Mientras bajaba con ambos niños, uno en brazos y la otra agarrada de su mano, Trini sabía que había cambiado algo en esa casa. El conejo estaba en una caja provisional. El jefe, en shock. Y la vida... sonriendo.

Porque cuando una entra con corazón y escándalo, hasta los más fríos terminan cediendo una silla en la mesa.

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El comedor principal de la mansión Rainieri parecía sacado de una revista de arquitectura: lámpara colgante, mesa de roble, sillas que costaban más que una casa del Invi y una vajilla tan fina que daba miedo usarla.

Hasta ese día.

Ese día, el caos bajó por las escaleras agarrado de la mano de una niña con pantuflas rosadas, cargando a un bebé rubio, y con una sonrisa que podía derretir los muros de Jericó.

—¡Buenos días, familia! —canturreó Trini entrando como si fuera la madrina de una boda—. ¡Desayuno en familia, mi gente!

Máximo fingia que seguia leyendo el periódico, con su café servido y la cara de quien no estaba listo para eso. Ni para los niños. Ni para la vida. Ni para Trini.

—¿Qué cree que hace? —murmuró, bajando el periódico lentamente.

—Esto, patrón mío, se llama “crianza con amor”. Y usted va a participar… voluntariamente o por presión social.

Mía se sentó junto a su papá en silencio, pero con una sonrisa tímida. Benjamín fue instalado en una sillita alta, y empezó a golpear la mesa con una cucharita como si fuera un tambor.

—¡Ese es mi músico! —dijo Trini, sirviéndole pedacitos de fruta con tanto amor que hasta Altagracia se limpió los ojos sin que nadie la viera.

Máximo los miró a todos. A Mía masticando con delicadeza. A Benjamín con su babero de ositos. A Trini, que servía jugo de chinola como si repartiera bendiciones.

Y entonces ella se sentó.

—¿Tú también vas a desayunar aquí? —preguntó él, alzando una ceja.

—Obvio. Yo no me como mi pan en la cocina como si fuera empleada de telenovela mexicana. Yo soy parte del equipo pro-infancia feliz.

—Esto es demasiado.

—¿Demasiado qué? ¿Demasiado normal? ¿Demasiado humano? ¿Demasiado “vamos a dejar de ser estatuas frías que comen solas”?

—Trini…

—Máximo…

Se miraron.

Mía los miró.

Benjamín eructó.

Y así se selló el primer desayuno en familia.

—Mía, ¿tú sabías que los huevos tienen poderes mágicos? —dijo Trini mientras partía uno hervido—. Si tú te comes un huevo completo, puedes correr más rápido. Y si le das uno a tu hermano… ¡puede hablar más pronto!

Mía se rió por lo bajo.

—Eso no es cierto —intervino Máximo.

—¿Y quién le dijo a usted que no? ¿Usted es brujo, médico o aguafiestas certificado?




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