─── ❖ ── ✦ ── ❖ ───
El sol de media tarde se colaba a través de las ramas de los árboles que rodeaban la mansión Rainieri, proyectando sombras juguetonas sobre el césped perfectamente recortado. En medio de aquel jardín lujoso, la pequeña Mía jugaba sola, absorta en su propio mundo, organizando sus muñecas en fila como si fuesen alumnas de una escuelita invisible.
Desde la cocina exterior, donde la brisa llegaba con olor a flores y a galletas recién horneadas, Trini la observaba mientras movía una bandeja llena de emparedados con queso fundido. A su lado, la señora Altagracia removía jugo de chinola en una jarra de cristal, mientras el pequeño Benjamín, recién bañado y oliendo a colonia de bebé, se aferraba al cuello de Trini como un koala cariñoso.
—Muchacha, ese niño va a terminar mudado arriba de ti —rió Altagracia.
—¿Y quién dijo que me molesta? Este chiquitico hermoso es más pegajoso que un chicle menta debajo del pupitre —respondió Trini, besándole una mejilla con ternura—. ¿Verdad que sí, mi pedacito de cielo?
Filomeno, el conejo rescatado, jugaba feliz en su jaula en una esquina de la terraza. La ruedita nueva que Don Máximo había traído de Miami el fin de semana pasado giraba como trompo, y el animalito no paraba de correr sobre ella.
—Hasta a Filomeno le llegaron los regalos —dijo Trini con una ceja alzada—. Y pensar que ese hombre parecía de piedra al principio. Ahora hasta viaja con una lista de compras pa’ sus hijos, pa’ mí y pa’ los animales…
—Ese señor tiene su corazón, solo que lo tenía dormido —dijo Altagracia con una sonrisa nostálgica.
Trini miró de nuevo a Mía, que seguía en silencio, girando a una de sus muñecas con precisión, como si revisara cada parte antes de continuar con el juego.
—Doña, ¿esa niña no tiene primitas o amiguitas que la visiten? —preguntó Trini.
Altagracia se detuvo un segundo.
—Los hermanos del señor Máximo no tienen hijos aún… Y los primos que sí tienen, pues… no la entienden. Mía es diferente, y algunos prefieren mantener a sus hijos lejos de lo que no comprenden.
Trini frunció el ceño, indignada.
—¿Cómo que "no la entienden"? ¿Qué vaina es esa?
—Es que Mía es autista, Trini —dijo Altagracia en voz baja, como si confesara algo prohibido—. De alta funcionalidad, pero aún así… tú sabes cómo son los prejuicios en esta clase social.
Trini colocó a Benjamín sobre una mantita y se secó las manos en su delantal.
—Mire, doña, en mi barrio hasta el niño cojo, tuerto o sin brazo lo hacen sentir como parte del equipo. Le celebran los goles aunque tire pa’ otro lado. Si estos ricos de pacotilla no quieren a mi niña solo porque es tímida y especial, ¡pues yo le traigo amiguitos del barrio! ¡Niños reales, de corazón bueno, que la quieran por ser quien es!
Altagracia la miró con los ojos brillosos.
—Tú eres un regalo para esta casa, Trini.
—No, doña. Mía es el regalo. Y lo que le falta es que alguien vea la grandeza que tiene. Y yo la veo clarita como el agua del río Yaque.
Trini limpió sus manos, se puso de pie y caminó hacia Mía con una sonrisa cálida. Se agachó frente a la niña, que alzó la mirada con esos ojitos azules que parecían dos cristales tímidos.
—Hola, mi princesa —dijo Trini en voz baja—. Estoy preparando la merienda, pero antes de que el sol se vaya, quería preguntarte algo.
Mía parpadeó, sujetando una muñeca por el cabello.
—¿Tú quieres jugar algo conmigo?
Mía bajó la vista, pensativa, pero Trini no se movió. Solo sonreía, con las manos sobre las rodillas, como quien espera sin prisa.
—Me gusta el softbol —susurró Mía casi sin mover los labios.
Trini se le iluminó la cara.
—¿¡Softbol!? ¡Ay, mi amor! A ti te llegó la persona indicada. Yo me crié jugando en el play de la esquina, con la gorra del Licey puesta y el bate en la mano. ¡Y era dura, eh! No había pelotero del barrio que no me respetara.
Mía esbozó una mini sonrisa. Algo que en ella era como ver llover en el desierto.
—¿Y tú quieres que juguemos después de la merienda?
—¿Con guante y todo? —preguntó Mía, bajito.
—¡Con guante, con bate, con pelota y con todo el flow, mija! —exclamó Trini.
Mía asintió. Su sonrisa creció un poquito más.
—Tú eres diferente —le dijo Trini acariciándole el cabello—. Pero no rara. Eres especial, mi niña, y eso es hermoso. Y si tú quieres, yo me convierto en tu mejor amiga desde ahora. ¿Qué tú dices?
Mía la miró. Le tomó la mano. Y eso, para Trini, valía más que cualquier "sí" en voz alta.
Desde la terraza, Altagracia los observaba mientras sacaba los emparedados y el jugo. Benjamín, en su mantita, aplaudía y balbuceaba.
—Esta casa va a cambiar… —dijo la señora Altagracia en voz baja—. Con Trini aquí… todo está empezando a florecer otra vez.
Y mientras Filomeno giraba sin parar en su rueda nueva, y las hojas danzaban con la brisa, Trini se sentó en el césped con Mía a preparar un partido imaginario, donde la ternura, el respeto y la inclusión eran las únicas reglas del juego.
─── ❖ ── ✦ ── ❖ ───
La mañana estaba tranquila. Demasiado tranquila para ser lunes.
Máximo Rainieri revisaba los estados financieros del mes con una taza de café en mano, cuando un golpecito seco y educado en la puerta lo hizo alzar la vista.
—¿Sí? —preguntó, sin levantar la voz.
La puerta se abrió con la suavidad medida de quien sabe entrar en escena.
Y ahí estaba ella.
Yudelka Marrancini. Exnovia. Excasi prometida. Extormenta con perfume de gardenias y labios siempre perfectamente delineados.
—Buenos días, Máximo —dijo con una sonrisa dulce, como si no hubiera planeado su aparición con dos semanas de antelación y un vestido ajustado que gritaba “accidentalmente perfecta”.
—Yudelka... —respondió él, sorprendido—. ¿Qué haces por aquí?
—Oh, estaba en la zona. Y recordé que no te veo desde la fiesta de Elías el fin de semana pasado. ¿Te acuerdas?