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Dias después
Maxímo Rainieri bajó del carro con la chaqueta al hombro y la corbata suelta. Había tenido una reunión intensa, pero todo valía la pena si al llegar a casa podía darse un baño caliente y tomarse una copa de vino en paz.
Pero la paz se fue de vacaciones sin avisarle.
—¡DALE, MÍA, DALEEEEEEEE!—gritó una voz potente desde el patio.
Maxímo frunció el ceño. Caminó hacia el sonido, y al doblar la esquina del jardín trasero, lo que vio le hizo detenerse en seco.
Su hija.
Su delicada, reservada y siempre pulcra Mía.
Estaba en pantaloncitos cortos, camiseta de Licey, rodillas llenas de tierra, el cabello hecho una maraña... y corriendo como una leona por las bases de un campo de softbol improvisado.
—¡Y LLEGÓOOOOOOO A HOMEEEEEEE!—gritó Trini, levantándola en brazos y girándola como si fuera la campeona del mundo.
Detrás de ella, al menos una docena de niños y niñas del barrio celebraban como si hubieran ganado una medalla olímpica.
—¡Wey, Mía, tú sí que eres dura!—gritó uno de los niños, chocando la palma con ella.
—¡Esa e’ mía, loco!—dijo otro.
—¡Tranquilo, que si la MLB llama, yo soy el manager!—resopló Trini, con la cara roja de tanto gritar.
Hasta los agentes de seguridad, con sus trajes negros y gafas oscuras, habían dejado las posiciones de vigilancia y estaban aplaudiendo como tíos orgullosos en una graduación.
—¡Esooooo!—exclamó uno, aplaudiendo fuerte.
—¡Una más y ganamos la serie!—gritó otro, ya con la corbata aflojada.
Dona Altagracia iba de un lado a otro repartiendo empanadas, kipes y refrescos.
—¡Coja su juguito, mi hijo, que ese jonrón hubo que celebrarlo!—decía mientras repartía.
Maxímo sentía que la ceja se le movía sola del espanto. Quiso hablar, pero no salió nada. Estaba... impactado.
Su patio de lujo era un caos... hasta su hijo pequeño estaba vestido del Licey, y jugaba con una pelotita junto a otro bebé, debajo del árbol sobre una mantita.
Al empresario casi se le va el alma al suelo cuando vio a su pequeño meterse un yaniqueque en la boca y devorarlo con ganas.
—¡Ay Dios, está pálido!—dijo Altagracia al verlo—. Venga, Don Maximo, una empanadita de queso pa’ calmar los nervios.
Trini, con Mía en brazos, notó su presencia. La niña tenía la sonrisa más grande del planeta, y los cachetes llenos de polvo.
—¡Mire quién llegó!—gritó Trini, sin gota de vergüenza.—¡Don Máximo, el papá de la MVP de hoy!
Maxímo alzó una ceja.
—¡TRINI! —bramó, caminando entre pelotas, servilletas de empanadas volando, y un carrito que casi le hace volar los tobillos—. ¿Qué maldito circo es este?
Trini con una camiseta del Licey amarrada a la cintura y una flor plástica en la cabeza que no tenía idea de dónde había salido.
—¡Mi jefe! ¡Ay, qué bueno que llegó! ¿Probó el yaniqueque que hizo Benjamín? Ese niño tiene mano pa’ la fritura, ¿eh?
—¿Cómo que Benjamín hizo un yaniqueque? ¡Ese niño apenas camina!
— Yo lo puse a amasar la harina, esas manitos deben servir para algo. A los niños se les enseña desde chiquitos. Yo, a los cuatro, ya sabía cocinar. Me subía en una sillita...
— ¡Eso es abuso infantil, Trinidad!
— Claro que no.
Máximo cerró los ojos, se frotó el puente de la nariz y suspiró como quien está a una oración de pedir asilo político.
—Trini, te lo voy a preguntar una sola vez… ¿qué es este caos?
—¿Este qué? ¿Caos? No, no, no, jefe… esto es arte. Esto es comunidad, esto es inclusión, esto es… ¡una oda a la niñez feliz!
—Trini… hay niños del barrio jugando softbol en mi patio, dos bebés peleando por una Coca-Cola en el mueble de diseño italiano, uno de los escoltas está vendiendo empanadas, y alguien… ALGUIEN… pintó un mural de Mickey Mouse en la pared del gazebo.
—¿Le gustó? Lo hizo "Chiquito", un chamaquito del callejón de los López que pinta en las paredes desde los cinco. Yo lo contraté. Es arte urbano con propósito.
—¡Trini! ¡Esto no es un barrio! ¡Esto es una residencia privada! ¡Una mansión!
—¿Y qué, jefe? ¡La felicidad no sabe de código postal! Además, ¿usted no ha notado que Mía está hablando más, que corre, que se ríe, que tiene amiguitos? ¿Usted quiere una niña feliz o una princesa muda, sentada en una esquina abrazando una tablet?
Máximo abrió la boca, pero Trini lo callo de inmediato.
—¡Y no me venga con que esto es un desorden, porque aquí todo tiene orden! Mire: los varones juegan allá, las niñas acá, los bebés bajo el árbol, los perros están en la parte trasera y Filomeno en su jaula —que, por cierto, está en su hora de ejercicio— y los adultos tenemos nuestro comité organizador.
—¿Comité organizador?
—Sí. Señora Altagracia preside. Yo soy la vicepresidenta y la doña que plancha es la tesorera. Estamos gestionando fondos pa’ la segunda edición de los Juegos Rainieri.
—¿Tú me estás relajando?
—Jamás, jefe. Aquí todo es serio. Mire si es serio que ya mandé a hacer camisetas con los nombres. Mía dice "La Fiera Azul" y Benjamín tiene una que dice "El Rey del Yaniqueque".
—¿Y la mía? —preguntó Máximo, cruzándose de brazos con una ceja alzada—. ¿Qué diría mi camiseta?
Trini se lo quedó mirando con ese descaro pícaro que la caracterizaba, como quien no teme ni al diablo vestido de Gucci.
—Bueno, jefe... la suya podría decir muchas cosas. Pero para no meternos en problema, yo mandé a hacer una que dice "El Señor del Dinero".
—¿Perdón?
—O también pensé ponerle "Patrocinador oficial de la felicidad". O mejor aún, "El que paga, manda... pero no manda tanto".
—¿Trini… tú me estás buscando la presión?
—¡No, jefe! ¡Yo le estoy buscando la felicidad! Usted no puede andar por ahí con una cara de funeral. Usted es el patrocinador estrella de este evento, el inversionista principal, el que trabaja para mantenernos y comprarnos las pelotas, los refrescos, las empanadas, la malla de bateo y la rueda esa donde Filomeno hace cardio.