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El reloj marcaba las siete de la noche cuando la camioneta negra de Máximo se detuvo frente a la mansión. Venía con la corbata suelta, los ojos cansados y la paciencia en huelga. Soñaba con silencio, vino tinto y aire acondicionado. Pero apenas cruzó la puerta, el universo decidió reírse en su cara.
— ¡Aguanta, Benjaaa, que ahí viene la ola! —se escuchó desde la cocina, seguido de una risita de bebé y el chapoteo inconfundible de agua cayendo donde no debía.
Máximo frunció el ceño, dejó el maletín y caminó en dirección al desastre. Al llegar, se quedó congelado.
Su hijo, el heredero de los Rainieri, el niño más fotografiado de Punta Cana según el grupo de WhatsApp familiar, estaba dentro del fregadero. Desnudo, rojo de la risa y cubierto de burbujas.
Y frente a él, como si eso fuera lo más normal del mundo, estaba Trini, con un pañuelo amarrado en la cabeza, un delantal de flores y un cubito de agua en la mano, lanzándole agua al muchachito rubio que no paraba de reírse como desquiciado, encantado con la locura de su niñera.
— ¡¿Trinidad del Carmen Pérez?! —tronó su voz grave, y el eco resonó en toda la cocina.
Trini levantó la vista, tan tranquila como si lo hubiera invocado.
— ¡Ay, jefe, bienvenido! Mire qué chulería… el niño quería bañarse mirando las vacas del jardín, y como el baño no tiene vista panorámica, pues resolvimos aquí.
— ¿En el fregadero, Trini? ¡El fregadero es para lavar platos, no bebés!
— Pero este bebé está más limpio que un plato. Mire qué brillo tiene. —Lo levantó como trofeo, el niño soltó una carcajada y le tiró agua al papá—. ¡Vea! Hasta aprueba el baño rural.
— Eso es antihigiénico, insensato y— hizo una pausa cuando Benjamín le salpicó una gota de jabón en la corbata —¡y peligroso!
Trini suspiró con dramatismo.
— Antihigiénico es que usted coma sin reírse, jefe. ¡La felicidad también desinfecta! Además, mírelo: está feliz, relajao, como un turista en pelotas en Boca Chica.
Máximo se pasó una mano por el cabello, tratando de no gritar.
— Trini, los niños necesitan disciplina, no libertinaje.
— Y necesitan estar felices y bien comidos, no amargados y tiesos como usted cuando se sienta a cenar. —Le guiñó un ojo—. El niño está bien. ¿Verdad, bombón?
Benjamín respondió lanzándole un chorrito directo al pantalón de lino de su padre.
— ¡Excelente! ¡Ya me orinó! —gruñó Máximo.
— Eso es cariño, patrón. Los bebés marcan territorio como los perritos... Eso significa que lo quiere. —Trini se reía tanto que casi se le cae el cubito de agua—. Si no lo quisiera, lo ignorara.
Máximo tomó una servilleta de la encimera y trató de secarse la pierna.
— Este niño se va a enfermar, Trinidad. Mañana mismo lo llevo al pediatra.
— ¿Para qué? ¿Para que le recete risas? Porque de eso tiene sobrepeso.
— Para que lo revisen, como corresponde.
— Usted vive revisando números, no personas. Relájese, Don Máximo. Este bebé no se enferma, se divierte. Mire esos cachetes, mire esa piel; eso no es un niño, eso es... una empanada de amor — dijo la niñera llenándole de besos los cachetitos rosados del rubito.
Máximo abrió la boca para refutar, pero Benjamín lo interrumpió con un “¡pa-pa!” y una carcajada tan contagiosa que el empresario se detuvo.
Trini se inclinó, emocionada.
— ¿Usted oyó eso? ¡Dijo “papá”! ¡Su primer papá en estéreo y con burbujas incluidas!
Máximo tragó saliva. El corazón se le derritió sin permiso.
— Yo… —miró al niño, luego a ella— sí, lo escuché.
— Usted ve, jefe, el fregadero trae suerte. Si quiere, mañana lo baño a usted, a ver si se le ablanda ese ceño.
A Máximo casi le da una embolia tan solo imaginarse el todo grandote, macho alfa, descendiente de vikingos siendo bañado por la diminuta mujer de chocolate... la embolia era muy tentadora a decir verdad.
— Ni lo sueñe.
Trini se encogió de hombros, divertida, y siguió enjabonando al bebé.
— Bueno, pero se lo pierde. Yo uso champú de coco bendito, le deja el alma suave.
Máximo se dio la vuelta para salir antes de perder la compostura, pero la curiosidad lo venció. Miró de reojo: Trini soplaba burbujas y Benjamín intentaba atraparlas con las manitas. El sonido de sus risas llenó el espacio.
Sintió algo que no sabía nombrar.
Paz, tal vez.
Un rato después, Benjamín dormía envuelto en su mantita azul y Trini recogía el reguero. Máximo, de pie junto a la puerta de la habitación del pequeño, la observaba con los brazos cruzados.
— Trinidad...
— Trini, llámeme Trini, ya le dije o lo llamaré viejito sabroso!
— ¡Respéteme carajo!
— Cuando usted me diga Trini lo hago.
El rubio mayor se llevó una mano al rostro, esa mujer lo iba a volver loco.
— Trini... ¿qué voy a hacer contigo?
— Aumentarme el sueldo sería un buen inicio —contestó sin mirarlo.
— No es gracioso. —Pero se le escapó una sonrisa diminuta.
— ¿Ve? Ya está mejorando. Le salió media risa, eso es progreso.
Él negó con la cabeza, pero esa sonrisa no se borró.
— Por cierto, necesito el viernes libre —dijo ella, como quien lanza una bomba disfrazada de caricia.
— ¿Perdón?
— Sí, que voy a salir. Tengo una invitación.
— ¿De quién? —La voz de Máximo bajó un tono, grave.
— De un amigo. Bueno, un casi-amigo. Un muchacho muy decente, trabaja en el hotel nuevo de Bávaro. Me va a llevar a bailar bachata, hace mucho que estos pies no bailan.
¿Bailar? ¿Su Trini? ¿con otro pendejo?
Máximo se quedó mudo.
Luego, lentamente, se le tensó la mandíbula.
— No me parece apropiado que salgas con… desconocidos.
— No es desconocido — afirma ella.
— ¿Lo conoces hace diez años? — la cuestiona serio.
— No, hace...
— Entonces es un desconocido y a tu mamá no creo que le guste eso, ni a tu papá — metió la excusa.