Rescatando a Papá

Capitulo 10

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La noche se le hizo un animal raro a Máximo Rainieri. Soñó con espuma, globos y una morena con delantal de flores tirándole agua con un cucharón mientras él corría por la mansión en calzoncillos Armani, rogándole que no metiera al conejo en el jacuzzi. En el sueño, Trini le sonreía con esa boca grande y luminosa y le decía: “Relájese, patrón, que ya usted cayó por amor”. Y cuando, en cámara lenta, él estaba a punto de besarla, apareció Filomeno con un flotador de patito y les pitó en la cara.

Despertó sudado, con el corazón rebotándole como pelota de béisbol en el pecho.

—Ridículo —murmuró, pero la sonrisa se le escapó del control—. ¡Bendita sea, Máximo, qué sueño fue ese!

Se duchó más tiempo de lo normal. Traje azul noche, camisa blanca, reloj sobrio, el peinado de siempre. Sin embargo, esa mañana se permitió algo que habría escandalizado a sus tías: bajar sin corbata. Tenía la sensación insensata de que el aire pesaba menos cuando se reía de sí mismo.

El comedor estaba inundado por la luz de Punta Cana. Altagracia andaba por ahí con una bandeja de frutas; desde la terraza llegaba el chisporroteo del salami en la plancha. Y, en el centro de la escena, Trini. De espaldas a él, pantaloncitos de casa, una camiseta con el logo del Licey y el pelo recogido en su moño alto. Tenía el celular en el hombro, sostenido con la mejilla, mientras untaba mantequilla en un pan de agua.

—Ajá… sí, el viernes —decía con ese tono cantadito—. ¿A qué hora sales del trabajo, Kelvin? Mmm… ¿ocho? ¿Nueve? Perfecto. No te preocupes, yo me arreglo. Y más te vale que me pagues el taxi, que no yo creo que hombres princesos, usted me invita usted paga todo, ¿estamos claro? princesa yo, no tú.

Kelvin. El nombre le cayó a Máximo como piedra en zapato italiano. Kelvin, no sabía pero ya odia el nombre, las letras y al pendejo que llevaba ese nombre.

Enemigo. Amenaza. A todo lo que esa casa —su casa— no necesitaba.

La mandíbula se le tensó. Iba a carraspear con clase, pero su mano rozó el borde del aparador y el jarrón japonés —antigüedad cara, regalo de un cliente— se resbaló y cayó con un ¡cataplún! que retumbó hasta el cuarto del conejo.

Trini pegó un brinco.

—¡Jesús en motoconcho! —exclamó, llevándose la mano al pecho. Luego, al teléfono—: Te llamo en un segundito, querido… es que aquí acaban de matar a un samurái de porcelana. —Colgó.

Se giró. Lo miró de pies a cabeza, como si lo midiera para traje… o para ataúd.

—¿Y ese ataque terrorista tempranero, Don Máximo? ¿Se le resbaló la mano o le resbalaron los celos?

Él se acomodó el saco, fingiendo calma.

—Pensé que habíamos sido claros, Trinidad: tú no vas a ninguna fiesta.

—Yo pensé que usted había entendido que la que firma mi cédula soy yo. Me llamo Trini, soy mayor de edad, y la época en que la gente color chocolate como yo era esclava se acabó hace rato. ¿Le suena la abolición o necesita que se la ponga en PowerPoint?

Altagracia contuvo una risa en forma de tos. Máximo apretó los labios.

—Esto no es un tema de color ni de discurso. Es un tema de seguridad.

—Ah, sí, claro, la seguridad. Ese personaje que usted usa para disimular los celitos. —Se acercó a la mesa, dejó el pan con ceremonia y le puso al lado una taza—. Tómese su té de matcha, su majestad. Que si sigue con ese ceño, se va a arrugar como sábana de motel.

—No necesito matcha —rezongó, aun así acercando la taza—. Necesito que entiendas que no vas a ir sola con nadie.

—La última vez que revisé, mi cerebro venía con GPS y criterio. ¿Quién es usted para decidir con quién salgo?

—Soy tu jefe —dijo, seco.

—Y yo su niñera. Ni esposa ni propiedad. —Sonrió pequeño, filo dulce—. Y menos esclava. Lo repito por si la señal está mala.

Máximo dio un paso. Otro. El olor a jabón de coco y a pan tostado le dio un golpe de humanidad que no estaba listo para recibir. Trini lo miró sin miedo; tenía en la boca la sonrisa peligrosa de las mujeres que saben que están en lo correcto.

—No vas —repitió él, grave.

—Voy —canturreó ella.

—No vas.

—Voy.

—No. Vas.

—Voy, Máximo —marcó su nombre propio, saboreándolo—. Y me va a quedar lindo el vestido. Y voy a bailar con Kelvin hasta que me duelan los pies. Y si se porta bonito, quizá le dé un beso.

Un pájaro cantó. Filomeno golpeó su rueda. En el reloj de pared, un segundero hizo clic. Y en la frente de Máximo, el rojo tomate llegó al máximo de la escala Pantone.

Fue un arrebato. Puro instinto, puro miedo, puro deseo mal educado. La tomó del brazo —sin herir, pero con firmeza— y la obligó a mirarlo de cerca. Tanto que se vieron el temblor en las pestañas.

—No voy a permitir que vayas sola a esa cita, Trinidad, ni que se bese con nadie —susurró, con la voz áspera.

El mundo encogió su zoom. A dos centímetros, el aliento de ella olía a menta y a chinola; el de él, a café y a perfume de villano sabroso de Wattpad. Trini no se apartó. En sus ojos había un relámpago juguetón, una alarma prendida y, debajo, una ternura antigua.

—Suéltame —le dijo despacio, sin bajar la barbilla—. O haga algo con esa boca.

La frase se quedó flotando entre ambos como un pecado invitándolos a misa. Él no se movió. Ella tampoco. El minuto siguiente no quería llegar.

La aparición de Mía cortó el hilo como tijera en listón de inauguración.

—¿Papi? —se asomó con pijama de unicornios y el osito de siempre—. Filomeno hizo popó en su jaula.

Trini y Máximo parpadearon, como si hubieran sido descubiertos robándole chocolate a la vida.

—Voy ahora, mi princesa —dijo Trini con la voz un poquito tomada—. —Se soltó del agarre con delicadeza—. Y usted —a Máximo, en bajito—, respire. Que ya está del color del kétchup.

Él se pasó una mano por el cabello. La culpa le subió como fiebre. La vio caminar hasta la terraza con Mía, agacharse a nivel de la niña, reírse bajito, resolver el desastre del conejo con una destreza que ni Mary Poppins caribeña. Y se odiaba por esa mezcla adictiva de ternura y soberbia que lo hacía quererla cerca y lejos al mismo tiempo.




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