Pasaron los meses y las mujeres de la familia real no aparecieron, la tristeza vivía entre nosotros como un cruel fantasma que nos seguía de un lado al otro por el castillo, invadiendo cada pedazo.
De a poco y con el tiempo el rey se volvió más y más paranoico en lo que las buscaba.
Había cerrado las puertas del palacio a la gente, a los sirvientes; había guardias apostado cada cinco metros por los pasillos, los mejores, armados hasta los dientes. Había intensificado las alarmas, había cerrado todo con doble y triple seguro, y ni el mas mínimo rayo de luz pasaba por las ventanas sin el permiso de los guardias.
Nadie entraba ni salía.
Yo solamente estaba en mi habitación, todo el día encerrada y sin mirar nada mas que las crueles paredes que me mantenían presa. Las ventanas no se habían vuelto a abrir, no tenia el permiso, por el miedo del rey a ser atacados por allí.
Él decía que yo era su tesoro.
Pero no había vuelto a abrazarme y yo solamente miraba con anhelo aquellos días de limitada libertad, cuando caminaba por los pasillos sola solamente mirando la luz del sol que se filtraba por las ventanas del pasillo cuando ahora debía tener por lo menos tres guardias cerca y autorización con días para salir de la habitación.
No me gustaba mi nueva vida, me gustaba aún menos que la anterior.
-Señorita, hora de dormir.- Informo el guardia apostado fuera de mi puerta.
Levante la cabeza de mi libro, suspire sin ganas de acostarme, y asentí para caminar hasta la cama justo cuando una de mis sirvientas, las nuevas que no llegaba a reconocer, entraba a la habitación para ayudarme a acostar. Esta vez no se quedarían toda la noche dentro, sino fuera.
Suspire colocándome de costado y las luces fueron apagadas ni bien las mantas me cubrieron y mis ojos se cerraron. Todos se quedo en silencio menos mi mente que se atormentaba por si sola.
Por las noches los óvalos habían vuelto a aparecer, cuando anhelaba el recuerdo de un cálido hogar o cuando quería mirar a aquellas personas que había traicionado. Solamente lo pensaba y se abrían frente a mi como un remolino de imágenes, personas.
Pero solamente los miraba, sentada a veces en la punta de la cama o en el suelo, queriendo volver a ser parte de sus vidas de nuevo, queriendo tocarlos o hablar una vez mas con ellos.
Pedirles perdón.
Pero no me atrevía, aunque me armara de valor nunca me animaba a hacerlo, a traspasar ese reflejo.
Aun así una parte de mi vida que creí innecesaria siguió siendo normal, y de alguna manera fue eso lo que me mantuvo cuerda en mi soledad.
-¿Crees que ellos sigan enojados conmigo?.-Le preguntaba todas las mañanas a Margarita, la nodriza que no se había ido y que a pesar de la inicial desconfianza había logrado ganarse mi su lealtad tras tantas semanas de estar obligada a estar a su lado.
-¿Por que estarían enojados, Rebeca?.-Preguntaba la mujer mientras tejía en el sillón junto a mi cama. Ajena a la perdida mirada que tenia clavada en el techo, donde uno de los óvalos se habían abierto a mi gusto para mostrarle a la pequeña Freya ayudando a cocinar a Ope y probando a cucharadas lo que sea que cocinaban.
Suspire sintiendo la comida en mi boca e imaginándome con ellas.
-Los traicione...- Comencé con la voz quebrada, alzando una mano para alcanzar la imagen pero temiendo tocarla por enésima vez en el día. Cerré los dedos y los coloque sobre mi pecho.-...Jugué con su confianza y los traicione...- Cerré los ojos un momento e hice que el ovalo desapareciera justo cuando el dolor de sus miradas aparecía en mis recuerdos.
-No creo que traicionarlos sea la palabra, Rebeca.- Sugirió de manera amable y tuve que mirarla dos veces antes de darme cuenta de que sus palabras iban en serio. Me recosté con un suspiro frustrado- Yo creo que los salvaste...
Hice una mueca rodando los ojos. ¿Qué sabia ella?.
-¿De donde sos, Margarita?.
Me miro sorprendida y paralizada.-¿De donde soy?.
-Si ¿Dónde naciste?.-Insistí, queriendo saber, casi con desesperación, mas de la única persona a la que se me permitía ver. Después de días, semanas en la que su padre la había obligado a permanecer sola en mi habitación, sin mas compañía que sus sirvientas calladas y los crueles
pensamientos que me atormentaban.
Mi nodriza dudo un momento, nerviosa e incomoda antes de sonreír con fingida amabilidad y bajar la mirada a las agujas de tejer ahora sobre su regazo. Inhalo aire por la nariz mirándolas sin saber que hacer.
-Soy...-Dudo y la mire con una ceja alzada, había olvidado como ser indiscreta.-...de un pueblo llamado Matraca...- Frunció el ceño y abrió la boca sin saber donde quedaba ese lugar, pero ella solamente rio por lo bajo, perdida en sus pensamientos y en las agujas de tejer.- Es un pueblo hermoso, chiquito como un alfiles, con tan pocas personas que nos conocíamos todos.
Asombroso, pensé mirándola fijamente.-¿Y como fue que llegaste acá?.
Y fue ahí cuando ella frunció el ceño y evito mi mirada como si la hubiera ofendido.
- Los pueblos así de pequeños se extinguen con un movimiento de manos, Princesa.- Y con eso se levanto, guardo sus cosas apresuradamente y salió sin saludarme.