Resiliencia (orgullo Blanco 4)

26. Lo lograremos

Por un momento, sintió que el aire le era arrebatado de los pulmones.

Sus rodillas cedieron, y tuvo que sostenerse contra la pared estéril para no desplomarse. Su visión se volvió borrosa; el pasillo del hospital se deformó ante sus ojos, como si alguien lo hubiera empujado a un abismo oscuro y sin fin. Las luces fluorescentes parpadearon sobre él, pero apenas las notó. Era como si todos los caminos hacia su futuro hubieran colapsado de golpe, dejándolo varado en medio de una tierra baldía y en llamas.

Su corazón, hinchado de agonía, amenazaba con reventar bajo el peso del dolor.

La primera vez que perdieron a un hijo, la noticia lo había destrozado. Pero aquella vez había sido distinto—no se había sentido tan unido a la criatura como Shahana. El duelo había sido un eco distante, una herida que con el tiempo se pudo vendar. Pero esta vez… esta vez era diferente.

Este hijo había vivido en sus corazones.

Este hijo había tejido sus diminutos hilos invisibles en sus almas.

Habían osado soñar de nuevo, después de haberlo perdido todo. Habían osado creer que la vida les estaba concediendo una segunda oportunidad. Y ahora… esos sueños yacían en ruinas, como cristales frágiles rotos en mil pedazos imposibles de recomponer.

Aún podía verla esa misma mañana, el rostro iluminado por una dicha pura mientras elegía ropa de bebé. La ternura en sus manos, la delicadeza con la que inspeccionaba cada prenda…

¿Cómo iba a mirarla a los ojos ahora?

Aquellos ojos que, no hacía mucho, habían estado vacíos, apagados por el dolor de tantas pérdidas. Este hijo había sido la luz que había encendido algo dentro de ella, algo que creía muerto hacía mucho tiempo. Y ahora, esa pequeña llama—ese tenue destello de esperanza—se había extinguido otra vez, dejando solo oscuridad.

Inna lillahi wa inna ilayhi raji'un… —susurró Azlan, su voz quebrada mientras se deslizaba por la pared hasta el suelo.

Cayó sobre el frío suelo del hospital, su cuerpo doblándose bajo el peso insoportable de la pérdida.

Se llevó las manos al cabello, desesperado por aferrarse a algo—cualquier cosa que le diera un resquicio de estabilidad en ese mar de dolor. Quería gritar, llorar, liberar el océano de angustia que lo estaba ahogando… pero ningún sonido salió de su garganta.

Ni siquiera las lágrimas lo acompañaban ya. Solo quedaba un vacío seco y sin fondo.

Musa permaneció cerca, su propio rostro marcado por el dolor. Había visto a su hermana—fuerte, radiante—convertirse en un reflejo frágil de lo que una vez fue. Y ahora, temía que este último golpe terminara de romperla.

Los médicos ya lo habían advertido, ¿no? Le habían dicho que la mente de Shahana era delicada, que cualquier shock emocional podía empujarla al borde de un abismo del que tal vez nunca regresaría.

Inna lillahi wa inna ilayhi raji'un… —susurró Musa de nuevo, su corazón pesando mientras miraba a Azlan.

El hombre frente a él ya no era el Azlan que había conocido. No era el hombre confiado y fuerte que alguna vez había enfrentado la vida con una determinación inquebrantable.

Este Azlan estaba roto.

Era un soldado que había librado demasiadas batallas y había perdido la voluntad de volver a levantarse.

Se arrodilló junto a él, posando una mano en su tembloroso hombro.

—Tienes que resistir, hermano —susurró, su voz débil pero firme—. Si te derrumbas ahora… ¿qué será de Shahana?

Sabía que sus palabras eran inútiles, como tratar de apagar un incendio con un solo puñado de agua. Pero tenía que decirlas. Tenía que creer que Azlan aún tenía fuerzas, aunque ambos supieran que se le estaban agotando.

Azlan levantó la cabeza lentamente, y Musa deseó que no lo hubiera hecho.

El vacío en su mirada era aterrador.

Sus ojos eran los de un hombre que ya no veía nada más que oscuridad.

—Cuando despierte… —su voz era apenas un hilo, frágil y tembloroso—. ¿Qué le diré, Musa? ¿Cómo le digo que el hijo que soñó… ya no está?

Su aliento se quebró en su pecho, y cerró los ojos con fuerza.

—La ropa del bebé sigue en el coche. Ella la eligió con tanto cuidado… estaba tan feliz. Y ahora… —Su voz se rompió como cristal fino—. ¿Cómo le digo que toda esa ropa… nunca será usada? Que el hijo que amó sin verlo… nunca llegó a respirar.

Los sollozos finalmente lo vencieron.

—Ya teníamos un nombre —susurró, su voz ahogada en lágrimas—. Si era niña, la llamaríamos Hibah. Si era niño… Ayaan.

Se cubrió el rostro con las manos, su cuerpo sacudido por el dolor.

—Hoy… el doctor me dijo que era una niña.

Su voz se quebró por completo.

—La llamé Hibah, Musa. La llamé Hibah… y ahora mi Hibah se ha ido. Se ha ido antes de que pudiera sostenerla… antes de que pudiera llamarme baba.

Musa cerró los ojos, incapaz de encontrar palabras.

Porque, en ese momento, no había palabras en el mundo que pudieran remendar lo que se había roto.

"Ya Allah," susurró, su voz apenas un aliento entre sus lágrimas. "Si esto es una prueba, concédeme la fortaleza para soportarla. Ya Allah, esto se siente como el fin del mundo, pero no me quejaré. Ni una sola palabra de ingratitud saldrá de mis labios. Soy seguidor de Tu amado Profeta Muhammad (PBUH), y seguiré su ejemplo. Tal como él dijo cuando su hijo Ibrahim partió de este mundo, así también lo diré yo hoy: ‘El corazón se entristece y los ojos derraman lágrimas, pero no diremos nada excepto aquello que complazca a nuestro Señor.’"

Y con esas palabras, Azlan se derrumbó por completo—indefenso, sin barreras, dejando que los muros de su fortaleza se desmoronaran a los pies de su Creador. Porque solo Allah podía comprender la profundidad de su dolor. Solo Allah podía entender el peso insoportable que le aplastaba el alma. Solo Allah sabía la magnitud de la prueba que había puesto sobre sus hombros.

Y Azlan lo sabía—sabía con cada aliento, con cada sollozo, que esto era una prueba. Que Allah, el Más Misericordioso, el Más Compasivo, prueba a Sus siervos por su propio bien. Si tan solo cada creyente entendiera esto de verdad, tal vez la paciencia no se sentiría como si desgarrara a una persona desde dentro. Tal vez la confianza no parecería tan frágil.

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