La mañana se desplegaba con una rutina monótona y mecánica. Inosuke Muro, con la camisa blanca arrugada bajo el polerón negro reglamentario del instituto, descansaba su mejilla contra el pupitre mientras el murmullo del profesor flotaba sin importancia. El aula, llena de estudiantes sumidos en sus propios mundos, parecía un espacio detenido en el tiempo.
Frente a él, Sakura Light —rubia, de ojos claros, con un brillo extraño que parecía resistirse a la pesadez del mundo— le dirigía una sonrisa que apenas logró arrancarle un gesto torpe, una media sonrisa escondida. Ella era lo único que le daba sentido a esos días grises. Sin embargo, incluso ese instante, fugaz y cálido, fue interrumpido por un zumbido profundo y desconocido.
Las luces comenzaron a parpadear. Algunos estudiantes se miraron entre sí, confundidos. Otros miraron al techo. El sonido crecía, como un canto distorsionado de algo antinatural. Entonces, sin advertencia, la estructura del techo se quebró en luz. Tres portales resplandecientes, de formas irregulares, se abrieron sobre sus cabezas, como heridas en la realidad misma.
De ellos emergieron figuras humanoides cubiertas por armaduras brillantes, sin rostro, sin voz. La sala explotó en caos. Gritos. Disparos. Cuerpos cayendo. Docentes y alumnos eran ejecutados sin compasión. El tiempo se fragmentó en escenas desordenadas: sangre en la pared, una mochila abandonada, una ventana hecha trizas.
Y luego... él.
Desde el portal central descendió una figura cubierta en una armadura negra, cuyos bordes parecían vibrar con una energía viva. Su sola presencia distorsionaba el aire. Inosuke sintió las piernas fallarle, como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no comprendía. No podía moverse. No podía respirar.
—¡Inosuke! —gritó Sakura.
El jefe se abalanzó sobre ella y, con una facilidad aterradora, la sujetó por el brazo. Ella se resistía, pataleaba, lloraba. Extendió su mano hacia Inosuke.
—¡SAKURA! —rugió él, mientras el miedo se transformaba en furia.
Se lanzó hacia el enemigo, sin pensar. Solo importaba alcanzarla. Solo importaba ella.
Pero antes de que pudiera tocarlo, varios de los soldados lo interceptaron. Sentía como cuchillas de luz lo atravesaban. El dolor no fue inmediato. Primero fue la sorpresa. Luego, la sangre. Y finalmente, el suelo.
Desde su posición, desangrándose, vio cómo el jefe se perdía en el portal con Sakura. El aula se volvía cada vez más silenciosa. Más fría. La luz se extinguía.
Oscuridad.
...
Flotaba en la nada. No había suelo ni cielo. Solo un vacío absoluto. No había dolor, pero tampoco había consuelo. Entonces, algo brilló dentro de él. Un susurro, una sensación: “Aún no es tu momento.”
Abrió los ojos.
El aula estaba destruida. El aire olía a humo y muerte. Se incorporó lentamente, su cuerpo milagrosamente sin heridas abiertas. Caminó entre los escombros. Todos habían desaparecido. Todos menos él.
Atravesó pasillos vacíos, salió al exterior.
La ciudad era un cementerio. Edificios colapsados, vehículos volcados, un silencio que dolía.
Y sin embargo, algo latía. En su pecho. Un pulso verde. Un calor extraño. Una fuerza.
Encontró un baño aún en pie. Entró. Frente al espejo roto, se miró.
Era él. Pero no del todo.
Sus ojos ya no eran negros. Eran de un verde intenso que brillaba con vida propia. Su cuerpo aún llevaba rastros de sangre, pero ahora algo más palpitaba en su interior. No sabía qué era. No sabía de dónde venía.
Pero lo sentía.
Una energía viva. Resonante.
Y aunque estaba solo en un mundo muerto, esa chispa le decía que algo comenzaba.
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Editado: 22.05.2025