El desierto parecía eterno.
Inosuke caminaba sin rumbo fijo, siguiendo solo el leve zumbido de su propio cuerpo, ese pulso verdoso que vibraba bajo su piel como un recuerdo vivo. No sabía cuánto tiempo llevaba despierto ni si el sol se había movido en algún momento. Nada cambiaba. Ni la luz. Ni el aire. Ni el paisaje.
Era como caminar dentro de una pintura inmóvil.
A lo lejos, algunas formaciones rocosas se alzaban como estatuas erosionadas. No tenían forma precisa… pero cuanto más se acercaba, más se parecían a personas.
Una mujer de rodillas, tapándose el rostro.
Un hombre alzando las manos al cielo.
Un niño acurrucado entre dos rocas.
Eran figuras deformes, pero Inosuke sintió que le suplicaban en silencio. Tuvo que apartar la mirada.
Siguió avanzando hasta que, entre la arena, encontró un fragmento de cristal incrustado en una roca. Estaba semi enterrado, casi cubierto por el polvo, pero reflejaba… algo.
Se agachó.
Y vio su reflejo.
Pero no era él.
O no exactamente.
El rostro era el suyo… pero más adulto. Las facciones más marcadas, los ojos verdes más intensos, y la expresión… vacía. Su reflejo llevaba una armadura extraña, metálica, como forjada en otro mundo. Era elegante y al mismo tiempo monstruosa. Las placas parecían moverse con vida propia. Y lo más inquietante: el reflejo lo miraba fijamente. Sin parpadear.
—¿Quién… eres? —susurró Inosuke.
El reflejo sonrió.
Y salió del cristal.
La figura emergió del fragmento como si la superficie fuera agua. La arena se agitó, el aire vibró. Inosuke retrocedió instintivamente, pero no atacó. El otro Inosuke —el que venía del espejo— caminó hacia él con paso firme, sin expresión, sin prisa.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Inosuke.
La versión armada alzó la cabeza y, con una voz grave y distorsionada, dijo:
—No es lo que yo quiero. Es lo que ya decidiste ser.
Antes de que pudiera responder, la figura lo tocó en el pecho con dos dedos. Una oleada de energía lo envolvió. Su mente se llenó de imágenes: estructuras que colapsaban, cielos partidos, realidades entrelazadas, miles de versiones de sí mismo… luchando, muriendo, huyendo.
Inosuke cayó de rodillas. Le dolía la cabeza, el corazón, el alma.
—¿Qué soy…? —jadeó.
—Un eco —respondió el otro—. Una posibilidad.
La figura retrocedió un paso… y se desintegró en polvo verde.
Inosuke respiró con dificultad. Se sentía más solo que nunca. Su visión se nublaba. El mundo empezaba a girar.
Y de pronto, como si lo arrancaran de un sueño, sintió un tirón brutal.
Su cuerpo se desvaneció.
...
Abrió los ojos.
Estaba sentado. En un pupitre.
Había luz natural entrando por la ventana.
Estudiantes murmuraban.
Un profesor hablaba al frente.
Inosuke llevaba su uniforme escolar.
Miró a su alrededor.
Ninguno de los estudiantes le resultaba familiar.
Ni uno solo.
Ni Sakura.
Ni su antiguo curso.
Ni su escuela.
Era otra aula. Otro lugar. Otra realidad.
Todo parecía normal… pero no lo era.
Sentía que no pertenecía ahí.
Y el pulso verde en su pecho seguía presente, aunque invisible a los demás.
Lo único que sabía con certeza era que no había despertado en casa.
Y que, tal vez, nunca volvería a hacerlo.
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Editado: 28.05.2025