El silencio fue lo único que sobrevivió a la devastación. No había fuego, ni escombros, ni cuerpos. Pero todos lo sabían: habían muerto. No una, sino incontables veces en ese solo instante. El dolor no era un recuerdo, era una herida activa que seguía latiendo en cada fibra de sus cuerpos reconstruidos. Despertaron dispersos, como si el mismo plano se encargara de alejarlos entre sí para que cada uno enfrentara su propia ruina.
Gary abrió los ojos primero. No reconoció el lugar. Era una ciudad, quizás la suya, pero desfigurada por un sueño mal recordado. Las calles parecían intactas, pero los edificios temblaban como si sostuvieran una respiración contenida. Cada paso era seguido por un susurro que no venía de ninguna parte, un eco de voces familiares distorsionadas por la culpa. Caminó sin saber hacia dónde, hasta detenerse frente a un mural cubierto de nombres. Nombres de personas que conocía, algunos que nunca había escuchado, pero que al leerlos sentía como si hubiera fallado a cada uno.
Gerard despertó en lo que parecía un aula. El polvo flotaba pesado en el aire, pero el silencio era denso, opresivo. Las paredes rezumaban manchas oscuras, como si alguien las hubiera manchado con recuerdos que no debían existir. Sobre cada pupitre, una versión suya permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, sangrando por las mismas heridas que aún sentía en su pecho. Cada uno de esos Gerard representaba una elección no tomada, un error no enmendado. Y todos respiraban al unísono con él.
Kael’Thamir, por su parte, era prisionero de su propia naturaleza. Su cuerpo oscilaba entre formas que se descomponían y reconstruían sin coherencia. Estaba atrapado en un bucle de identidades, incapaz de sostenerse en una sola versión de sí mismo. El plano no le ofrecía suelo firme, solo fragmentos de lo que alguna vez creyó ser.
Ilar’eth se encontraba frente a un espejo. Cada pensamiento que cruzaba su mente alteraba la imagen reflejada: en ocasiones veía un rostro hermoso y completo; en otras, solo un cráneo resquebrajado cubierto de símbolos que se deshacían al mirarlos. No podía hablar. Cada palabra que intentaba pronunciar se convertía en una grieta más en su reflejo.
RED, disperso en fragmentos de código por todo el plano, apenas lograba mantener un hilo de comunicación entre ellos. Sus mensajes eran distorsionados, incompletos. Las palabras llegaban como escombros flotando en una corriente: sin forma, sin contexto.
Fue entonces cuando comprendieron que no solo habían sido revividos. Habían sido reconfigurados. La realidad que los envolvía no era externa: era una proyección amplificada de sus propios traumas, de sus fragmentos rotos, empujados a la superficie por la voluntad de alguien más.
La figura de Inosuke, o mejor dicho, el fragmento de él que aún existía en ese plano, observaba todo desde un punto elevado. Sus ojos no reflejaban emoción, pero su cuerpo temblaba, como si luchara por sostener una forma que ya no le pertenecía. Se preguntaba en silencio qué era ahora. ¿Un eco? ¿Un error? ¿Por qué seguía allí si el verdadero había despertado? No tenía respuestas. Solo preguntas que se deshacían en su mente antes de tomar forma.
En su soledad, una niña apareció frente a él. No hablaba. No tenía rostro. Pero su presencia era cálida. Le tendió la mano y en su palma, Inosuke vio reflejadas imágenes que no reconocía. Mundos destruidos. Versiones de sí mismo caminando sobre ruinas. Miró a la niña. Quiso preguntarle si eso era su destino o su condena. Pero no hubo necesidad. Lo entendió. Aún era una parte de algo más grande.
Entonces, el cielo se quebró.
No con estruendo. Con solemnidad.
Una imagen gigantesca de Inosuke se proyectó sobre todo el plano. No era una aparición física. Era más bien una mirada, un recordatorio. No dijo nada. No se movió. Solo observó. Pero esa mirada contenía una verdad que todos sintieron: ya no podían alcanzarlo.
Gary lo supo. Gerard lo entendió. Kael’Thamir lo aceptó. Ilar’eth lo registró. RED lo confirmó.
El Inosuke que conocieron había alcanzado un nivel que los superaba en todos los aspectos. Ya no era cuestión de esfuerzo personal, ni de superación individual. Lo que enfrentaban era una entidad que no respondía a sus antiguas reglas. Era fuerza pura, resonancia absoluta. Un ser cuyo simple existir reescribía la lógica del espacio.
Y con esa certeza, surgió el peso de la realidad: no podrían enfrentarlo solos.
La necesidad de cambiar su estrategia fue inmediata. Ya no bastaba con entrenar, con mejorar sus propias habilidades. Era imperativo buscar aliados, formar un ejército, encontrar entes capaces de rivalizar con esa fuerza descomunal. La resonancia les había mostrado hasta dónde podía llegar Inosuke. Y había dejado claro que ellos, por sí solos, no lo alcanzarían jamás.
Gary rompió el silencio.
—Necesitamos más. Mucho más.
Gerard asintió, sin apartar la vista del cielo.
—Y no me refiero a gente común. Hablamos de fuerzas capaces de desafiar la existencia misma.
Kael’Thamir, ahora más estable, añadió con gravedad:
—Habrá que buscar a aquellos que se ocultan de la resonancia. Los que nunca aceptaron formar parte de su ciclo.
RED logró estabilizar una línea de comunicación directa.
—Confirmación: probabilidad de éxito sin refuerzos… cero.
La imagen de Inosuke se desvaneció lentamente, pero su presencia seguía impregnada en cada molécula del plano.
Y así, con el peso de su insuficiencia sobre los hombros, el escuadrón comprendió que su única opción era buscar ayuda más allá de lo conocido.
Ya no era una guerra de supervivencia.
Era la antesala de una resistencia total.
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Editado: 28.05.2025