Resplandor entre Tinieblas

Capítulo 46. Ningún lugar a dónde ir

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 46.
Ningún lugar a dónde ir

La noche había estado relativamente tranquila para Owen Ringland, dueño y gerente del Ringland Motel a las afueras de Eugene, sobre la carretera que comunicaba ésta con Cottage Grove. De sus veinte habitaciones, sólo tres se encontraban ocupadas en esos momentos (dos por familias de turistas, y una más por una mujer que viajaba sola). Y de las restantes sólo cinco se encontraban ya limpias y listas para recibir a alguien. Era una temporada baja, y aun así tener tres habitaciones ocupadas en una noche así se consideraba aceptable para él.

Owen, un hombre de mediana edad con un abdomen un poco más abultado que el resto de su cuerpo y menos cabello del que debería tener para su edad, se dedicaba esa noche principalmente a quedarse en la recepción a esperar a que a alguno de sus visitantes se le ofreciera algo o llegara algún nuevo huésped repentino. Eran cerca de las once de la noche cuando ocurrió aparentemente lo segundo. Él se encontraba sentado detrás del mostrador de la recepción, con sus brazos cruzados mientras veía en la pequeña pantalla plana postrada en la pared un show nocturno local, el cual posiblemente sólo su esposa y él veían en la faz de esa Tierra. Vio entonces como alguien se acercaba a la puerta de cristal de la entrada, e ingresaba acompañado por el leve timbre electrónico que indicaba que la puerta se había abierto.

Era un hombre delgado y alto, de cabello negro frondoso y brillante (como Owen lo tuvo en alguna ocasión), cubierto con una chaqueta de piel que mantenía cerrada con su mano derecha como si intentara protegerse del frío de afuera; a Owen no le pareció que fuera para tanto. En su mano derecha sostenía una bolsa de supermercado con artículos que Owen no identificaba a simple vista, y debajo de su brazo una amplia bolsa de papel café de algún restaurante de comida rápida. Se acercó hacia Owen, y le sonrió ampliamente con naturalidad.

—Buenas noches —le saludó con tono tranquilo, permitiéndose a sí mismo colocar las bolsas que traía consigo sobre el mostrador—. ¿Tiene habitaciones disponibles?

Owen se ajustó sus anteojos, quitó el sonido al televisor unos segundos, y se giró de lleno hacia él. El olor a papas fritas que emanaba de la bolsa de papel le invadió la nariz.

—Bastantes, señor. ¿Para cuántas personas?

—Cuatro; mis tres hijas y yo.

El gerente se giró hacia su computadora, comenzando a revisar en su programa la lista de habitaciones que había disponible, y cotejándola para la cantidad de personas que la ocuparían.

—Muy bien, ¿por cuántas noches?

—Sólo una.

Comenzó a teclear con cierta destreza para realizar el registro rápido.

—Perfecto. Serían sesenta y cinco dólares. ¿Cuál sería su forma de pago?

—Efectivo —indicó el nuevo huésped sin vacilación. Metió entonces su mano al bolsillo derecho de su chaqueta, sacando de éste un fajo de billetes del que comenzó a apartar los necesarios para cubrir el monto. Colocó entonces los billetes correspondientes sobre el mostrador y se los extendió.

A Owen le inquietó por un segundo el ver todo el efectivo que traía consigo, pero al final lo dejó pasar; después de todo, no era extraño que algunos turistas prefirieran viajar con considerables sumas de billetes para cualquier imprevisto durante sus viajes; aunque aun así le resultó un poco curiosa la manera tan despreocupada en que había sacado los billetes y los había contado delante de él sin la menor preocupación. Pensó en indicarle lo peligroso que esa actitud podía resultar, pero prefirió no meterse en lo que no le importaba. Contó el dinero para verificar que estuviera completo, y entonces pasó a tomar dos de sus tarjetas electrónicas, programándolas para la habitación seleccionada y terminar con ello el registro de entrada.

—Aquí tiene —le indicó colocando las tarjetas sobre la superficie del mostrado—. Habitación 14, en la planta superior. Espero que sus hijas disfruten su estancia.

—Muy amable —agradeció el hombre con tono jovial. Guardó las dos tarjetas en el interior de su chaqueta, tomó de nuevo sus bolsas y salió por donde había entrado.

Owen se puso cómodo de nuevo en su silla y subió el volumen del televisor.

— — — —

El nuevo huésped del Ringland Motel cruzó la carretera, y luego caminó unos metros al sur, hacia el amplio estacionamiento de un restaurante bar bastante concurrido. Desde el interior del establecimiento se percibía una estridente música, aunque se alcanzaba a oír con claridad principalmente cuando de vez en cuando se abría la puerta. Se encaminó hasta un costado del local, alejándose un poco de las farolas del estacionamiento. Ahí, recargada contra la pared de madera, se encontraba una figura pequeña, envuelta en un abrigo de piel, oculta entre las sombras, aunque su presencia era delatada por el fulgor anaranjado que emanaba de la punta de su cigarrillo. Cuando se le aproximó, aquella persona ni siquiera lo miró. Siguió concentrada en la oscuridad que se vislumbraba más allá, hacia el monte en el que ya no había más luz de luna y estrellas. Soltó una densa bocanada de humo hacia encima de su cabeza, creando una oscura neblina a su alrededor.




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