Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 48.
Tío Dan
La noche en Frazier se encontraba un poco más fría que en Salem, o incluso que en Anniston a pesar de que ésta última no se encontraba tan lejos. La Residencia Rivington para Cuidados Paliativos se encontraba para esas horas sumida en el silencio, incluso más que en otras noches similares a esa. Poco a poco se acercaba el momento de apagar las luces, y los residentes se iban retirando de uno en uno hacia sus cuartos. El señor McMan había pasado casi toda la tarde-noche en la sala de recreo, sin hacer nada en especial más que ver las novelas y el noticiero local en la televisión, sentado en su siempre leal silla de ruedas. Aproximadamente a las seis, Isaac de la otra ala se había acercado y habían jugado cinco partidas de damas, quedando tres a dos a favor del señor McMan. Isaac se retiró temprano luego de ello; el tiempo que podía pasar fuera de su cama se iba reduciendo conforme pasaban los días, e igual le ocurría a él.
Cuando menos lo pensó, se quedó solo en la sala. En el último tramo, mientras miraba el noticiero, le habían traído una natilla en un pequeño vaso de plástico, misma que estuvo comiendo poco a poco mientras pasaban las noticias, hasta raspar las paredes del recipiente y asegurarse de que había consumido hasta el último centímetro. Cuando terminó del todo, ya era hora de apagar la televisión, así que uno de los cuidadores fue a buscarlo para llevarlo a su cuarto. Se le aproximó por un costado sin que él lo notara hasta que ya se encontraba lo suficientemente cerca.
—¿Listo para descansar, señor McMan? —Le preguntó jovialmente aquel hombre, agachándose a su lado para estar a su misma altura. El hombre anciano en la silla lo volteó a ver a través de sus gruesos anteojos, y una sonrisa de genuina alegría se dibujó en sus labios.
Aquel era uno de los mejores cuidadores de ese lugar, y de los más requeridos por los residentes. Un hombre ya por encima de sus cuarenta, pero bastante bien conservado cabía decir. De rostro fuerte pero apuesto, con una barba a medio crecer, cabello rubio oscuro corto y ojos azules serenos.
—Oh, Daniel —le saludó con voz carrasposa—. ¿Hoy te toca lidiarnos a esta hora?
—Nada de eso —respondió él sonriéndole, y entonces se incorporó de nuevo colocándose detrás de la silla. Era un hombre alto, de complexión mediana y hombros anchos. Tomó las manijas de la silla y comenzó a empujarla lentamente hacia el pasillo—. ¿Qué le parece dar una vuelta antes?
—Me parece bien. No tengo mucho más que hacer, después de todo.
Y así como lo sugirió, el cuidador lo llevó a dar un pequeño recorrido por los pasillos, al tiempo que conversaban lo más animadamente posible. Cada vez que cruzaban palabra, el señor McMan demostraba que aún le quedaba algo de chispa y sabiduría que compartir, mismas que el cáncer de pulmón no le había arrebatado. Pero principalmente se sentía siempre muy a gusto en presencia de aquel hombre de seguro de la mitad de su edad, pues tenía un extraño don para hacer sentir a las personas muy seguras y cómodas en su presencia; y no era, de hecho, su don más peculiar.
Daniel Anthony Torrance, o sólo Dan para los amigos, llevaba ya casi quince años trabajando en la Residencia Rivington. Después de pasar una parte importante de su vida sin un rumbo, y ahogado en problemas, peleas y alcohol, en esos momentos sentía que estaba en el mejor momento posible. De entrada tenía un trabajo que disfrutaba; pese a la constante cercanía con la muerte, sentía que era un sitio en el que podía hacer el bien, y en el que sus habilidades únicas podían serle de utilidad a personas que en realidad lo necesitaban. Tenía amigos, e incluso familia, a los que amaba con todo su ser. Llevaba ya más de quince años sobrio, y contando. Realmente, por primera vez en su mucho tiempo, sentía que podía afirmar con seguridad que era “feliz”, y esperaba poder transmitirle un poco de esa felicidad a los residentes, incluso el señor McMan. Pero claro, la experiencia le había enseñado que cuando más tranquilo y feliz se sentía, más probable era que algo inesperado ocurriera. Y ese algo ocurriría justo esa noche…
Luego de unos minutos de paseo, Dan llevó al señor McMan de regreso a su habitación y lo ayudó a recostarse en su cama. El señor mayor soltó un pequeño gemido doloroso cuando Dan lo sentó en la cama, pero se apresuró de inmediato a aclarar que no era nada; era todo un guerrero a su modo. Terminó de recostarlo y lo cubrió hasta el pecho con la sábana blanca.
—¿Todo se siente bien?
—Mejor que nunca —rio el hombre mayor con voz ronca y cansada, seguido poco después por dos pequeños tosidos.