Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 57.
Ya estás en casa
El viaje de Matilda en tren resultó ser incluso más tranquilo de lo que esperaba, pues gran parte de él se la pasó dormida (cortesía de los varios medicamentos que debía tomar para su herida). Descansar le sentaría bien, aunque tuviera que ser en uno de esos asientos de clase turística.
El hombro ya no le molestaba tanto, aunque si lo presionaba un poco igual le recorría una horrible sensación de dolor que la hacía encogerse en sí misma.
«Entonces no te lo presiones», se dijo a sí misma como se lo diría a cualquier paciente, aunque su área de trabajo estuviera algo alejada de las heridas de bala.
Cuando faltaban alrededor de dos horas para llegar a Los Ángeles, Matilda hizo al fin esa llamada que estaba tanto postergando. Buscó en sus llamadas recientes el nombre de su madre adoptiva, le marcó, y entonces tuvo que pasar por la penosa situación de explicarle que no sólo estaba rumbo a Arcadia, o que ya estaba a unas cuentas horas de distancia… sino que además iba para allá con una herida de bala en el hombro.
—¡¿Qué?! —Gritó tan fuerte y azorada la voz de Jennifer Honey en el teléfono, que Matilda temió que la hubieran escuchado en todo el vagón. De fondo pudo oír que algo se caía y se rompía (un plato o una taza quizás).
La psiquiatra intentó mantenerse calmada y explicar la situación de la forma más clara y tranquila posible, pero ciertamente no había nada claro o tranquilo en todo ese asunto, así que nada de lo que dijo pudo de alguna forma calmar a su madre (e incluso quizás la puso aún peor). Lo único que logró sosegar un poco las aguas tan turbias fue enfatizar repetidas veces que estaba bien, que iba en camino para allá, y que se quedaría ahí en su casa por un tiempo para reposar. Jennifer, por supuesto, no opuso resistencia alguna a ello; quizás se hubiera molestado el triple si le hubiera dicho algo diferente.
La profesora de primaria insistió en ir a recogerla a la estación, pero se escuchaba tan alterada que Matilda la convenció por todos los medios de que no lo hiciera.
—Quédate en casa, siéntate, e intenta calmarte —le susurró despacio en el teléfono, con la voz suave que solía usar con sus pacientes—. Respira, e intenta recuperarte, ¿quieres? Estos exabruptos no son buenos para tu salud.
—¡¿Exabruptos?! ¡¿Y cómo esperabas que reaccione…?! —Jennifer se obligó a sí misma a callar, y su hija pudo oír al otro lado de la línea como comenzó a respirar lentamente.
Matilda contaba con que su madre adoptiva la escuchara y le hiciera caso; casi siempre lo hacía. Y en esa ocasión ciertamente era imposible que negara lo sobresaltada que se encontraba, por lo que poco a poco la fue convenciendo de que aguardara, y que llegaría en un par de horas más por su cuenta. Jennifer no estuvo contenta, pero difícilmente podría estarlo dada las circunstancias.
Llegó a la estación de Los Ángeles sin mayor contratiempo y encargó un taxi para que la llevara a la residencia de su madre en Arcadia. Matilda casi se volvió a dormir a mitad del camino, pero luchó para evitarlo. Cuarenta minutos después, el taxi se encontraba ingresando por el camino envuelto en frondosos árboles que llevaba a la residencia Honey. Justo cuando el vehículo amarillo dio una vuelta para colocarse delante de las escaleras de la casa, Matilda vio como de las puertas abiertas de la casa salía casi disparada la figura delgada de Jennifer Honey, corriendo hacia su puerta en la parte trasera del taxi
—¡Matilda! —Exclamó con tanta fuerza que incluso asustó al conductor. Detrás de ella, con paso notoriamente más tranquilo, venía también Maxima, ataviada en unos cómodos jeans azules y una camisa holgada color rojo.
La joven castaña suspiró, intentando recobrar todas las energías posibles. Abrió la puerta, y notó como su madre se detenía a menos un metro, vacilante entre seguir avanzando o no. Por suerte la psiquiatra logró bajarse por sí sola sin problema, pues quizás de haber batallado aunque fuera un poco su madre hubiera terminado queriendo cargarla en sus brazos, aunque eso ya fuera físicamente imposible.
—Hola… —saludó Matilda de forma dudosa, sonriéndole. Jennifer la miró desde su posición, cubriéndose su boca con una mano. Su atención estaba fija de seguro en el cabestrillo de su brazo. Esperaba que una vez que la viera se daría cuenta de que todo estaba de hecho bien, pero parecía no haber tenido el efecto deseado.
—Mírate, por Dios —exclamó Jennifer, casi con lágrimas, y se le aproximó con cuidado, pasando sus manos por su cabello, sus mejillas y sus hombros, apenas tocándola como si temiera hacerle daño con su sola cercanía. Maxima, mientras tanto, fue con el conductor a la parte trasera del vehículo para bajar el equipaje.
Los años apenas y habían pasado por Jennifer Honey. Los signos más marcados de su verdadera edad eran algunas apenas notables arrugas que se le habían formado a los lados de los ojos y alrededor de la boca, y las ya difíciles de ignorar canas que adornaban algunas secciones de su cabellera castaña. Por lo demás, desde la perspectiva de Matilda, seguía siendo la misma hermosa mujer delgada e inteligente que conoció por primera vez cuando tenía seis años y medio, en aquella colorida aula de primaria.