Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 72.
Hola otra vez
La ciudad de Roma amaneció particularmente soleada esa mañana de noviembre. El padre Jaime Alfaro había despertado con el sol en sus modestos aposentos en la Santa Sede, y lo primero que hizo fue hincarse a un lado de la cama y rezar, a pesar de que lo había hecho bastante la noche anterior. Fue citado la tarde previa para darle aviso de una nueva información que acababa de llegar, y con ella entregarle su próxima encomienda, misma que Jaime recibió gustoso y humilde. El sacerdote, de origen español, viajaría ese mismo día en la tarde, por lo que debía tener todo sus asuntos preparados, incluyendo los espirituales.
De hecho, especialmente los espirituales.
Llevaba muchos años haciendo ese trabajo tan particular de analizar, recaudar, y desmentir o confirmar la veracidad de las acciones tanto de Dios como del Diablo en el mundo. En otras palabras, en él recaía la responsabilidad de determinar si un milagro, así como una posesión, eran genuinos. Y, de hecho, se consideraba particularmente bueno en ello, y tenía una muy significativa reputación que lo respaldaba. Por supuesto, era complicado para un hombre de ferviente fe como la suya el separarse de sus creencias por unos momentos, con el fin de lograrlo y tomar el papel de escéptico. Pero había un bien mayor derivado de ello que se tenía que alcanzar, así que realizaba su labor con firmeza, pidiéndole fuerzas a Dios en cada paso.
Pero esta nueva tarea era diferente a las que había realizado durante tantos años. La mentalidad con la que debía enfrentarlo era la misma, pero las metodologías y parámetros eran totalmente diferentes, por no decir que estos prácticamente no existían. Desde el año 2000 le había tocado participar frecuentemente en esa búsqueda en la que se había enfrascado en secreto una parte del Vaticano, mostrándose algo reticente a la sola idea. De hecho, ya le habían pedido unas cinco veces antes realizar una evaluación similar, sin obtener ningún resultado concluyente. Pero esa sexta vez la sentía un poco distinta a las anteriores.
En cuanto vio la foto de su nuevo objetivo, un extraño vacío le invadió el estómago. Y al leer con más cuidado el resto de la información que le habían proporcionado sobre dicha persona, la sensación se volvió tan intensa, hasta incluso dolorosa, que lo obligó a pasar esa noche y parte de la mañana hincado y rezando. Nunca le había pasado nada parecido con un primer acercamiento a un caso. Pero no debía dejar que esas impresiones nublaran su juicio, pues se suponía que debía ser objetivo y centrado; esa era su misión ahí.
Una vez que sus rezos fueron suficientes, y tuvo además su maleta lista, se sintió más calmado y con la mente bastante más clara. Decidió entonces que aún tenía suficientes horas para hacer una parada rápida antes de su viaje, así que se vistió con su camisa negra de mangas cortas, sus pantalones negros, y su cuello romano, y salió caminando tranquilo de la Santa Sede hacia las calles de Roma. Quizás sería un poco egoísta de su parte el ir de esa forma y sin avisar, especialmente con un asunto como ese en sus manos. Aún así, sintió que le daría más serenidad a su mente el hacerlo, así que esperaba que Dios pudiera perdonarle ese pequeño momento de egoísmo, por no llamarlo debilidad, con el fin de poder cumplir mejor el nuevo encargo que le habían dado en su nombre.
El lugar al que se dirigía se encontraba sólo a dos calles, pero tomó una pequeña desviación para ir a la panadería de San Martín. Era un establecimiento pequeño pero clásico, conocido especialmente por vender unos deliciosos pandoros todo el año, tanto en su receta tradicional como rellenos de crema; la persona que iría a ver prefería más los segundos. Decidió pasar y comprar uno, como si fuera algún tipo de ofrenda, y de cierta forma lo era.
Con su pan guardado en el interior de una bolsa de papel y sosteniéndolo debajo de su brazo, caminó tranquilamente calle abajo hacia el antiguo Convento de Santa María de los Ángeles. En el camino, fue saludado por algunos transeúntes que lo reconocieron y quisieron de inmediato saludarlo. Y aunque él no los despreció ni se portó precisamente grosero, sí les indicó que tenía prisa y siguió casi de inmediato su camino.
El convento era una antigua casona, con su fachada restaurada hace algunos años atrás. A simple vista podía pasar desapercibida entre todas las casas similares que había por esos rumbos, y si no sabías que estaba ahí posiblemente no identificarías que se trata de un convento de religiosas. El padre Jaime se paró firme ante la alta y gruesa puerta de madera, y jaló sutilmente de una cuerda que colgaba a su lado para hacer sonar la campana. Aguardó unos minutos a que le abrieran, pero sabía muy bien que a veces debía ser insistente para que alguna de las hermanas atendiera, así que lo intentó una segunda vez, y luego una tercera. Sólo hasta entonces una monja mayor de rostro pálido, de hábito café y blanco, abrió la puerta más pequeña y se asomó hacia afuera, mirando con ojos nada contentos al inesperado visitante. Jaime sólo sonrió debajo de su grueso bigote, negro y con algunas canas como su cabello, como si no se percatara del mal humor de la religiosa.
—Buenos días, hermana —le saludó el sacerdote, dando una pequeña reverencia respetuosa con su cabeza—. Vengo ver a la hermana Loren, si está disponible.
La monja entrecerró un poco sus ojos, un tanto insegura. Sacó entonces del bolsillo interno de su atuendo un viejo reloj de bolsillo y revisó en éste la hora.