Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 76.
Maldigo el momento
Una temblada tarde de noviembre, Mabel se encontraba tomando un poco de aire fresco, mientras se enfocaba en los trazos de su nuevo dibujo: un retrato del rostro de su amado James, que ya conocía tan bien que casi siempre había logrado hacer de memoria. Sin embargo, en esa ocasión le estaba resultando relativamente complicado. Y es que en el paso de los últimos años, la expresión de su compañero había cambiado demasiado, en especial su mirada. Nunca había sido precisamente el ser más expresivo del mundo, pero ahora la presión de su situación parecía haberlo vuelto aún más cerrado en sí mismo que nunca.
Mabel se cuestionaba si acaso algo parecido había ocurrido con ella sin que se diera cuenta.
Había pasado cerca de una semana y media desde que James se fue a Los Ángeles para atender el llamado de... ese estúpido mocoso. Él no quería despegarse de su lado, especialmente porque en los últimos días la debilidad que le causaba su enfermedad aún latente había vuelto, y temía que pudiera empeorar en su ausencia. Pero ambos sabían muy bien que desobedecer a ese chico no era una opción; sus vidas estaban en sus manos, como bien les había hecho saber en más de una ocasión.
Así que a James la Sombra le tocaba acudir ante su benefactor, por no llamarlo captor, y a Mabel la Doncella quedarse sola unos días en su ya no tan nueva MotorHome, estacionada desde hace un par de meses en aquel pequeño parque de remolques a las afueras de Roswell, Nuevo México. Habían tenido que quedarse ahí ya que, extrañamente, una pareja viajando sola en una casa rodante llamaba bastante más la atención que una caravana numerosa, cosa que ya no eran. En un sitio así podían mezclare y pasar más desapercibidos. Eso, y además el hecho de que la persona que James había ido a ver los quería fijos en un sitio para cuando los ocupara.
Mabel odiaba estar en ese sitio. Apestaba demasiado a los ruidosos y entrometidos paletos que ahí vivían. Su enfermedad, que iba y venía, le había servido de excusa para mantenerse alejada de ellos la mayoría del tiempo. Sin embargo, no podía permanecer encerrada en su casa por siempre; eso terminaría despertando aún más sospechas tarde o temprano.
Pero además de todo, siempre se había considerado un alma libre que no se quedaba más de lo necesario en un sólo lugar. Le gustaba viajar y recorrer las carreteras, que para ese momento de su muy larga vida, quizás ya las conocía todas. Y el tener que estar ahí estancada, y encima a la fuerza, no hacía más que irritarla.
La tarde en que James volvió al fin a su lado, Mabel se encontraba sentada en una silla plegable afuera de su camper, oculta debajo de una malla sombra colocada a un costado de su vehículo, y con dos grandes lentes oscuros cubriéndole los ojos. Tenía sus pies arriba de la silla y su bloc de dibujo apoyado contra sus piernas mientras trazaba las líneas del rostro de James. Delante de ella, un grupo de cinco niños, tres niños y dos niñas, jugaban con una pelota de soccer delante de los ojos observadores de sus madres, sentadas también en sillas plegables mientras cuchicheaban y se reían entre ellas. Mabel había sido invitada a sentarse con ellas, pero había rechazado tal ofrecimiento de la manera más cordial posible.
«Lo que menos deseo es sentarme cerca de ustedes, vacas apestosas» pensaba la Doncella al tiempo que les sonreía radiante.
Durante toda esa semana habían intentado acercársele, quizás aprovechando que James no estaba. No lo demostraban abiertamente, pero estaba segura que a más de una de esas señoras le escandalizaba la idea de una pareja joven interracial viviendo en aparente unión libre tan cerca de ellas. Lo notaba en sus miradas, o en lo poco que percibía de sus pensamientos al verlos.
Algunas se espantaban, claro que sí, mientras que otras parecían de hecho fascinadas y curiosas por la situación. Tampoco lo dirían abiertamente, pero apostaría a qué les gustaría preguntarle qué tal era acostarse con un hombre tan grande y fuerte como James.
«Qué vidas tan tristes, patéticas y aburridas tienen los paletos» pensaba la Doncella al tiempo que una sonrisita burlona le adornaba el rostro. Aún en su desgracia actual, se seguía sintiendo mejor que cualquiera de esas insulsas personas.
Escuchó de pronto los gritos de los niños, y un golpe fuerte contra la tierra cerca de ella. No le puso importancia, hasta que notó por encima la orilla de su bloc como el balón con el que jugaban los niños se acercaba a ella rebotando y luego rodaba hacia sus pies. Como si se tratara de algún animal rastrero, el reflejo de Mabel fue alejar sus pies del esférico, que se detuvo casi por completo debajo de su silla.
—¡Lo siento! —Exclamó con fuerza la voz de una de las niñas. Cuando alzó su mirada, Mabel distinguió los grandes anteojos redondos y el peinado de trencitas castañas de Velma... no sabía su apellido, pero vivía en el remolque de enfrente con su mamá, su hermano mayor, y ocasionalmente con el novio de su mamá relativamente más joven que ella y que se paraba por ahí de vez en cuando.
La pequeña de ocho años corría apresurada hacia ella, de seguro con la intención de recuperar la pelota. Mabel sonrió; una de las pocas sonrisas sinceras que era capaz de esbozar en ese sitio.
Antes de que la niña llegara a enfrente de ella, Mabel dejó el bloc a un lado, se agachó y estiró su mano hacia debajo de su silla, sacando el gastado y rasposo balón; de seguro debía doler mucho si te golpeaban en la cara con algo como eso.
—Aquí tienes, Velma —murmuró al tiempo que le extendió el balón a la pequeña, que lo recibió gustosa.
—Gracias, Mabel. ¿Ya te sientes mejor?