Resplandor entre Tinieblas

Capítulo 79. ¿Qué demonios eres?

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 79.
¿Qué demonios eres?

La alarma del celular de Katherine Coleman sonó como siempre a las siete de la mañana en punto. Se había vuelto bastante común que dicha alarma sorprendiera a la maestra de música ya despierta, al menos desde una hora antes. Sin embargo, esa había sido una de las esporádicas noches en las que se permitía tomar una pastilla para conciliar el sueño. Y, como le ocurría todas las mañanas posteriores a eso, al sonar la alarma se sobresaltó asustada y preocupada, mirando en todas direcciones en busca de alguna amenaza invisible entre las sombras de su cuarto. Su respiración y su corazón se encontraban agitados, pero poco a poco se fueron calmando conforme se volvía consciente de en dónde estaba, y cuándo.

Había comenzado a desarrollar una insana culpa al simple hecho de dormir toda la noche. La sola idea de dejar de estar en alerta por tantas horas le parecía un gravísimo error, a pesar de lo mucho que su terapeuta le dijera todo lo contrario. Y poco importaba que hubiera cableado toda esa casa con alarmas de seguridad y detectores en cada ventana y puerta, o que durmiera con un arma de fuego cargada sobre su buró, y el número de emergencias en llamada rápida. Aún a pesar de todo eso, sentía la apremiante necesidad de estar siempre al pendiente y lista. Pero a veces, el cansancio acumulado terminaba por ganarle, y no le quedaba más que recurrir a esa maldita (y bendita) pastillita azul, para intentar dormir aunque fuera cuatro o cinco horas seguidas; a veces más.

Una vez que logró sobreponerse al estrés habitual, el efecto somnífero de la pastilla volvió a hacerse presente, pero intentó sobreponerse a éste rápido. Tomó el revólver, lo guardó en su estuche negro, y éste en el interior del cajón de su cómoda. Se retiró de encima el cobertor de su cama individual, y se levantó. Se estiró al tiempo que bostezaba profundamente y caminaba hacia las ventanas. Abrió las gruesas cortinas hacia los lados, dejando entrar los primeros rayos del sol veraniego de Lewiston, Maine.

Salió de su cuarto, siguiendo su costumbre de encender todas las luces conforme iba avanzando, dirigiéndose a la primera puerta casi contigua a la suya. Se aproximó cautelosa al muchacho en la cama, casi tropezándose (otra vez) con sus tenis en el suelo, pero logrando llegar sana a su destino. Se sentó a la orilla de la cama y con una mano comenzó a mover un poco al chico.

—Arriba, Daniel —murmuró Kate mientras lo movía. El chico se estiró y luego volteó a verla con sus ojos adormilados, incapaz aún de mantener ambos abiertos al mismo tiempo—. Vamos, cariño. Ya es hora de levantarse.

—Ya voy… —le respondió el muchacho, soltando un largo bostezo.

Daniel Coleman siempre había dado la apariencia de un chiquillo escuálido y un poco tonto. Sin embargo, su fuerza de voluntad era tal que había logrado sobrevivir a los dos intentos de asesinato que habían caído sobre él; el primero la caída desde lo alto del árbol en donde se encontraba su casa del árbol, y el segundo el intento de asfixiarlo en su propia cama de hospital. Ocupó varios meses de frustrante terapia para curarse físicamente, pero al final lo había logrado, vuelto a caminar, y recuperado casi en su totalidad la movilidad de su cuello; aún le dolía a veces si intentaba girarlo bruscamente haca atrás.

La recuperación emocional y psicológica, esa aún tomaría más de tiempo.

Mientras su hijo mayor se desperezaba, Kate salió y se dirigió a la puerta de enfrente, adornada con calcomanías de unicornios, osos y patitos. Abrió la puerta con cuidado, asomándose hacia el interior. Envuelta en su cobertor rosado, Maxine Coleman aún reposaba plácidamente. En un inicio tras… el incidente, Max y Daniel también tuvieron sus problemas para dormir, pero lo superaron relativamente rápido; mucho más rápido de ella, en definitiva. Eso le causaba bastante alivio, y a la vez un poco de envidia.

Se aproximó también hacia la cama de la niña, sentándose a su lado. Colocó una mano sobre ella y la agitó un poco, relativamente más suave que a Daniel. La pequeña se giró sobre sí misma, abrió sus ojitos azulados y la miró entre las sombras. Se veía tan adorable ahí recostada, incluso con sus hermosos rizos dorados totalmente despeinados y sin forma. Max ya tenía en esos momentos nueve años; la misma edad que, supuestamente, tenía Esther cuando la adoptaron.

—¿Cómo estás, dulzura? —pronunció Kate despacio, al mismo tiempo que usaba el lenguaje de señas para acompañar sus palabras.

Max la miró, le sonrió aún adormilada, y entonces le respondió con sus manos:

“Bien. ¿Y tú?”

“Mejor que nunca.” Respondió Kate de la misma manera.

La niña estiró su mano hacia el buró a un lado de la cama, tomando sus audífonos. Kate le retiró el cobertor de encima, la ayudó a pararse y la guio al baño para que no chocara contra alguna pared, pues era básicamente una sonámbula que aún no había despertado del todo.

Ya habían pasado para ese entonces más de cuatro años desde aquella horrible noche en el estanque congelado. En cuanto le fue posible, Kate tomó a sus dos hijos y se mudó, dejando atrás su hogar al sur de Connecticut para mudarse ahí a Lewiston, donde la madre de su fallecido esposo vivía la mayor parte del año. Si por ella fuera, se hubiera ido mucho más lejos; a la otra punta del país, por ejemplo. Pero debía ser realista. Ahora era una viuda que debía encargarse de criar y mantener a sus dos hijos pequeños, y necesitaba toda la ayuda que le fuera posible. Y aunque habían llegado a tener sus diferencias, su suegra Bárbara amaba a sus nietos, y había sido un gran apoyo para los tres durante ese difícil proceso. Incluso los hospedó el primer año y medio en su departamento de sólo dos habitaciones, hasta que Kate le fue posible cobrar el seguro de vida de John, y con una parte de éste conseguirse esa casa un poco más grande y cómoda en los suburbios.




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