Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 156.
Acción de Gracias (II)
Las rejas automáticas de la Mansión Thorn en Chicago se abrieron esa mañana para cederle el paso a la larga limosina negra, y que ésta saliera de los terrenos para cumplir su encargo. Al volante iba Murray, el leal conductor de la familia Thorn desde los tiempos en los que el Sr. Richard y la Sra. Marion aún vivían. Y, de hecho, fue precisamente tras la muerte de ellos dos, junto con la del joven Mark, que las cosas en la mansión, y en la familia en general, comenzaron a tornarse… extrañas, por decirlo menos. Visitas de personas desconocidas, viajes inesperados, pláticas a puerta cerrada, y conductas de lo más preocupantes por parte de los habitantes de la mansión y sus allegados.
Era bien sabido que toda familia rica tenía sus excentricidades, pero lo que ocurría en ese sitio no daba la impresión de ser sólo eso. Pero si Murray seguía ahí y había sobrevivido, literal y figurativamente, donde otros no lo habían logrado, era porque había aprendido desde temprano las nuevas reglas de oro: ser siempre leal, hacer lo que te digan, mantener la boca cerrada, y no preguntar. Haz esas cuatro cosas, y serás enormemente recompensado. Rompe alguno de esos puntos, y las consecuencias serán desastrosas. Le había tocado ver aquellas consecuencias en primera fila en más de una ocasión, como para atreverse a ponerlas en duda.
Y esa mañana del Día de Acción de Gracias había sido el ejemplo adecuado de eso. El Sr. Paul Buher, gerente general de Thorn Industries, se había presentado temprano y comenzado a dar órdenes a todo el personal, como si fuera el señor de la casa. La de Murray había sido sólo una, y bastante simple, al menos en la teoría: “ve al aeropuerto, a la pista privada Número 6, y recoge a la persona que ahí aterrizará.”
Nada más.
Y siguiendo las reglas de oro, Murray no preguntó, y se limitó a sólo obedecer sin más. Y una media hora antes de que el avión privado aterrizara en la pista, Murray ya estaba ahí, listo. Y cuando el avión se detuvo, condujo hasta estacionar la limosina a lado de éste. Salió el vehículo y se paró a un lado, listo para abrirle la puerta a quien fuera su nuevo pasajero. Pensó que podría tratarse de la Sra. Ann Thorn, o algún invitado de ésta. Sin embargo, el asombro de Murray fue inmenso al ver quien se asomó de la puerta del avión privado, y paró en la cima de las escaleras de desembarco.
—Joven Damien —masculló despacio, su voz casi temblando.
Damien Thorn miró por un segundo a su alrededor desde las escaleras, como si intentara vislumbrar si en efecto estaba en Chicago. Cualquiera que fuera su conclusión, justo después comenzó a bajar con paso calmado los escalones hacia la pista. Se encontraba ataviado con un traje nuevo de color negro, una impecable camisa blanca, una bufanda azul alrededor de su cuello, un abrigo café encima del traje, e incluso una boina en la cabeza a juego con su abrigo; una mejora considerable al atuendo de hospital con el que lo habían sacado de aquella base a mitad de la nada.
Murray reaccionó hasta que el muchacho ya tuvo sus pies en tierra, y se apresuró a agachar la cabeza y abrirle la puerta de la parte posterior del vehículo.
—Bienvenido a casa, joven Damien —masculló despacio, intentando parecer mucho más firme.
—Gracias, Murray —le respondió el muchacho con algo de indiferencia, y sin más se subió al vehículo.
Murray cerró la puerta, y se dirigió sin espera de regreso al volante.
—Y… Feliz Acción de Gracias, señor —indicó el conductor una vez que estuvo de vuelta en su asiento.
Damien lo volteó a ver de soslayo, sólo apenas un poco interesado en lo que acababa de decir.
—¿Hoy es Acción de Gracias? —susurró en voz baja. Pero antes de que Murray le respondiera, añadió—. No importa. Vamos a casa, y rápido.
—A la orden.
La limosina se encaminó de inmediato hacia su lugar de procedencia.
La enorme e imponente casa se erguía orgullosa y poderosa a las afueras de la ciudad, elevada como el castillo de un rey por encima de todo su reino. Un castillo silencioso y callado, aguardando el regreso de su señor.
La limosina se estacionó justo delante de las largas escaleras que llevaban a las puertas principales. Al pie de éstas, como si fuera alguna vieja película de época, se encontraban los diferentes sirvientes de la mansión, de pie en fila uno al lado del otro, aguardando. Y cuando Murray abrió la puerta del vehículo, y su único pasajero bajó de éste, todos los sirvientes, incluido Murray, agacharon su cabeza con sumisión.
—Bienvenido a casa, joven Damien —pronunciaron todos al unísono, como un cantico.
El chico observó todo aquel acto con ligero hastío en su expresión, pero no les dijo nada. En su lugar se encaminó derecho hacia las escaleras. Los sirvientes se hicieron hacia los lados para que él pasara, y lo siguieron hacia el interior unos escalones detrás.
Cuando Damien ingresó al largo recibidor de la residencia, se encontró casi de frente con Paul Buher, en un elegante e impecable traje gris oscuro.
—Damien —pronunció el hombre de cabellos rubios, esbozando una de sus carismáticas sonrisas, y extendiendo sus brazos hacia los lados en señal de bienvenida—. Qué gusto verte en una pieza, muchacho. Pero pasa que estás en tu casa.