Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 03.
De una naturaleza diferente
El miércoles de su primera semana en Oregón, Matilda tuvo su tercera sesión con Samara, y fue la primera en la que logró que pudieran hablar fuera de esa sala de interrogatorios en las que las habían metido los dos anteriores. Matilda había sugerido la cafetería, pero la buena voluntad del Dr. Scott no llegó tan lejos. En su lugar, les permitió usar una sala especial para entrevistar a niños, más pequeños que Samara. Era una habitación estructuralmente parecida a la otra: mismas dimensiones, totalmente blanca, una sola puerta, y un espejo doble en un extremo. Sin embargo, tenía varias cosas en su interior que la hacían ver y sentir más agradable: sillas pequeñas, un par de sillones, juguetes, pelotas, libros para colorear y, claro, colores. Había además un tapiz de flores y césped cubriendo la parte baja de la pared, y figuras de papel colgando del techo.
Dicha sala de seguro haría sentir más cómodo a un niño de cinco, seis, quizás hasta diez años, pero no estaba segura de que pudiera funcionar con una jovencita ya de doce como Samara. Igual, esperaba que cualquier cosa fuera mejor que aquella habitación blanca.
En primera instancia, Samara no pareció demostrar ni emoción, ni repudio al nuevo escenario; la frialdad y la indiferencia de su rostro, se habían mantenido constantes desde su plática del lunes pasado. La guio hacia una de las mesas para colorear, e hizo que sentaran en las sillas, que aparentemente eran bastantes pequeñas para ambas, pero al menos la jovencita de largos cabellos negros podía acomodarse mejor.
Luego de unos minutos casuales qué básicamente se compusieron de preguntar sobre cómo se sentía, si había comido bien, y si deseaba platicar o hablarle de algo en especial (cosa que ella respondió simplemente negando con su cabeza), Matilda pasó rápidamente a otra cosa. De su maletín, que siempre traía consigo, sacó un rectángulo algo grueso, apenas un poco más alto y largo que una hoja tamaño oficio. Samara la miró con curiosidad. A simple vista parecía un paquete de hojas blancas, pero fue evidente que eran más gruesas que simples hojas. Eran, según le parecieron a la joven, como pequeños cartones para pintar. Matilda sacó uno de ellos y lo colocó sobre la mesa, justo delante de ella.
—Quisiera que dibujaras algo para mí, si te apetece hacerlo —le indicó con suavidad, ensanchando su sonrisa.
Samara la miró de reojo por un rato, en silencio.
—¿Qué cosa?
—Lo que tú quieras —se encogió de hombros y se sentó derecha en su pequeña silla—. Lo que se te venga a la mente.
Samara siguió mirándola callada unos instantes más, como si dudara entre hacerlo o no. Al final, pareció aceptar, pues extendió su mano derecho hacia el bote con lápices que estaba cerca de ella sobre la mesa. Sin embargo, Matilda la detuvo.
—Si quieres hacerlo con lápiz, pluma o acuarela, está muy bien —señaló la psiquiatra—. Pero si no es molestia para ti, quisiera que lo hicieras de la otra forma. —Hubo una pequeña pausa—. Ya sabes, de esa que sólo tú puedes hacer.
Había un curioso tono juguetón acompañando a las palabras de Matilda. Samara vaciló; no tuvo problema en entender lo que deseaba, pero no parecía del todo dispuesta a hacerlo.
—Sin presiones, Samara —se apresuró a mencionar la ojos azules, e inconscientemente extendió su mano con la intención de tocarle el hombro, pero se arrepintió de dicho acto a medio camino, y rápidamente retrocedió. Podría ser muy pronto para cruzar la línea del contacto físico—. Recuerda, conmigo no tienes que hacer o decir nada que no quieras. ¿De acuerdo?
Samara siguió callada. Era tan difícil lograr entender qué era lo que le pasaba por la mente. Era en momentos como ese en el que pensaba que le hubiera gustado tener un poco menos de telequinesis, si a cambio lograba tener un poco más de telepatía; eso habría hecho su trabajo tan sencillo. Pero no hacía eso porque fuera sencillo o difícil, y de alguna u otra forma tenía que arreglárselas para cumplir su labor.
El silencio se prolongó por más de un minuto en los cuales Matilda esperó paciente. Cuando Samara al fin reaccionó, fue tan repentino que se perdió el momento en que su mano derecha se posó sobre el rectángulo blanco ante ella, y presionó sus dedos sobre el material. Sus ojos se enfocaron fijamente en él, e hizo una pequeña mueca como si intentara levantar algo pesado.
Pasaron unos diez segundos en los que no ocurrió nada, evidentemente. Pero de pronto, ante los ojos pendientes de la psiquiatra, varias líneas marrones comenzaron a distribuirse por el papel, como si alguien hubiera vertido tinta en él. Se extendieron hacia los lados y hacia arriba, dibujando varias curvas. Pero no era dibujo precisamente: era como si algo muy caliente, pero muy fino a la vez, tocara el cartón y lo quemara, dejando una marca en la superficie. Se veía así, pero no era lo mismo. No olía a quemado, y las líneas no se encontraban sobre la superficie o creaban hendiduras en ella: era como si fueran parte del mismo material, como si así hubiera sido fabricado desde un inicio.