Resplandor entre Tinieblas
Por
WingzemonX
Capítulo 20.
¿Trabajamos juntos?
Aunque ya a sus casi veintiocho años a Matilda no le gustaba llamar "poderes" a las habilidades peculiares que ella y los otros que resplandecían poseían, de niña así era como llamaba precisamente a lo que podía hacer.
"Estuve en el techo de la cochera y usé mis poderes", le había explicado a la señorita Honey en aquella lejana primavera en la que apenas tenía seis años y medio, intentando justificarle como había tomado una muñeca de la casa de su antigua directora sin haber roto su promesa de nunca volver a entrar a ella. Curiosamente esa misma casa posteriormente se convertiría en su hogar por muchos años, y aquella simpática maestra se volvería su madre, así que al final entraría y saldría de dicha casa muchas veces.
En aquel entonces cuando sus "poderes" surgieron a tan temprana edad, una vez que aprendió cómo funcionaban se volvió bastante simple y sencillo para ella el usarlos. Se volvió equivalente a caminar, respirar o saltar; sencillamente algo más que hacía sin siquiera tener que pensarlo demasiado. Y ya en su edad adulta logró dominarlos aún más, y era tan hábil en ello que incluso podía detener una, dos o hasta tres balas con ellos; no era que lo hubiera intentado mucho antes de aquella fatídica mañana en Portland, pero era tranquilizador saber que en efecto podía hacerlo si se ocupaba. Sin embargo, hubo un lapso de tiempo en el que eso no fue así, entre los trece y los quince años para ser exactos, una etapa de su vida que la Dra. Honey no recordaba con cariño.
Al entrar a la adolescencia sus poderes se fortalecieron exponencialmente de la noche a la mañana, y eso que antes había sido tan sencillo para ella como caminar, ahora se sentía como si cada paso que diera desquebrajara el suelo y causara terremotos. Y encima de todo, a reserva de no tener una mejor palabra, se encendían solos de pronto sin que se diera cuenta, agitando todo a su alrededor y le resultaba problemático volver a tranquilizarlos. El peor momento para ella fue en su último año de preparatoria, pese a que tenía trece años a punto de cumplir los catorce, como resultado de varios saltos de grado que había dado gracias a sus excelentes calificaciones y desempeño. Y aunque en un inicio eso fue agradable y digno de presumir para la pequeña Matilda, no tardó mucho en volverse algo contraproducente y difícil de lidiar.
A los chicos y chicas de dieciséis, diecisiete y dieciocho no les gustaba para nada compartir salón, o incluso pasillo, con una enana sabelotodo de trece años que se creía (y de hecho lo era) más inteligente que todo ellos. Entre su segundo y tercer año, parecía como si gran parte de la escuela se hubiera puesto de acuerdo en hacerle la vida imposible. Y que eso concordara con el momento de mayor inestabilidad de sus habilidades telequinéticas, lo hizo todo mucho peor.
Jamás olvidaría aquella tarde. Sus poderes se habían descontrolado antes, e incluso en la escuela, pero de alguna u otra forma lograba mantener todo bajo control para no lastimar ni llamar de más la atención. Ese día, sin embargo, no era así. Todo el día sus poderes estuvieron saltando solos, agitando cosas, ventanas, e incluso personas. Mucho de ello la gente lo justificaba imaginando que se trataba de algún temblor menor, viento o simples descuidos. "La gente cree ciegamente sólo en aquello que desea creer, pero desconfía de todo aquello que desea no creer", le dirían no mucho después de aquel día, y en retrospectiva eso cobraba sentido. Preferían verla como un bicho raro al que podían molestar y hostigar hasta el cansancio, antes de aceptar que había algo en ella que la hacía especial o incluso peligrosa.
Ese día Matilda era incapaz de concentrarse por completo en clase; su cuaderno de apuntes volvió bastante parecido a como había salido de la casa. Gran parte de su concentración de todo el día se enfocó en mantener la calma, en tener esos poderes apagados pero no lo lograba por completo. Si le hubiera dicho a su madre lo que ocurría, de seguro le hubiera dicho que se quedara en casa. Pero no, ella quería ir a la escuela, no faltar ni un solo día que no fuera por enfermedad, y sólo si era de vida o muerte en todo caso. Además había otro rasgo importante en su decisión: la soberbia. Ella estaba segura que podía manejarlo. Lo había hecho a los seis años, y debería de poder hacerlo con el doble de edad. Ella podía, y lo sabía muy bien... pero estaba equivocada.
Para la hora justo antes del descanso, ya no podía más. Sólo quería irse a su casa antes de que eso se pusiera peor. Sólo quería sentarse en su cama y releer alguno de sus libros favoritos; eso siempre la calmaba aunque fuera un poco. Pero aún faltaba varias horas más, suficientes para que algo saliera mal. Y no estaban muy lejos de ello: las ventanas del salón se agitaban y las lámparas del techo se mecían de un lado a otro. Esto distraía al resto de sus compañeros (que de por sí su capacidad de concentración no era precisamente su mejor cualidad) y el profesor intentaba hacer que mantuvieran la serenidad objetando que no era nada de cuidado; ¿realmente lo creía?