Resplandor entre Tinieblas

Capítulo 23. Entre Amigos

Resplandor entre Tinieblas

Por
WingzemonX

Capítulo 23.
Entre Amigos

A pesar del éxito de Matilda para calmar a Samara, todo el resto de la noche en Eola estuvo cargada de un denso aire de confusión. El cuarto de Samara, así como el propio pasillo afuera de éste, había quedado totalmente inutilizable. No sabían aún de qué manera se podría volver a habilitar esa área, si es que acaso era posible. Y lo más importante: ¿cuánto costaría? Lo primero fue arreglar las luces fundidas. Luego, retirar la puerta oxidada y caída, y también la camilla que se encontraba en estado similar. Al mismo tiempo se tendía que limpiar toda el agua encharcada, y posiblemente eso sería lo único que podrían hacer por esa noche. Mañana tendrían que determinar qué hacer con esas paredes, pisos y techos. Mientras tanto, el pasillo quedaría clausurado hasta nuevo aviso.

Samara tuvo, obviamente, que ser movida a otra habitación. Ningún enfermero o doctor tenía deseo alguno de acercársele; todos ya sabían o intuían que ella había sido la responsable de ello, y de algunos ataques a varios miembros del personal que intentaron acercarse a su cuarto mientras aún estaba amarrada. Matilda tuvo que encargarse de acompañarla durante el resto del tiempo. Lo primero que hicieron fue dirigirse a un área de tratamiento para que una doctora le revisara la herida de su mano. Matilda le sugirió a Samara que aguardara afuera; no quería que viera su cortada y dicha imagen pudiera perturbarla o causarle algún tipo de culpa que se saliera de control.

—No quiero estar sola —le había casi implorado, y la Dra. Honey no tuvo más remedio que dejar que le acompañara.

Samara se quedó sentada en una silla, un poco lejos de la mesa en la que la doctora la trataba; ésta frecuentemente miraba a Samara de reojo con aprensión. Había pedido además que mantuvieran la puerta abierta… por si tenía que gritar, quizás. Pese a todo, Matilda no tenía mucho que recriminarle, pues de cierta forma era la más valiente de ese sitio en acceder a tratarla, incluso si venía acompañada de la fuente de tanto caos, desde su perspectiva. El procedimiento quizás determinaba que debía haber un par de enfermeros, quizás incluso guardias de seguridad, afuera de la puerta esperando, pues después de todo Samara seguía siendo considerada un “paciente peligroso”. Pero no había nadie afuera del consultorio; de hecho, todo se sentía bastante silencioso y solo.

En un sólo día le habían disparado (aunque había logrado que las balas no la tocaran siquiera), un perro enorme, y al parecer imaginario, le había mordido el tobillo, y la mano invisible de un atacante casi le arrebataba la vida al sofocarla desde quien sabe qué distancia. Ahora su paciente le había abierto la palma de su mano en un acto reflejo de miedo. Era demasiado, demasiado para un día… y éste aún no acababa.

Mientras la doctora le limpiaba su cortada y le ponía algunos puntos, Samara observaba en silencio desde su silla. Sus ojos estaban enrojecidos por todo lo que había llorado, y un par de ojeras oscuras los decoraban por debajo. Se veía aún más pálida que el día anterior.

—¿Te duele? —preguntó de pronto la pequeña, con una voz débil, casi adormilada.

—No, descuida —le respondió Matilda sonriendo, aunque eso no era del todo cierto—. Ya casi no siento nada.

Samara agachó su mirada un poco.

—Fue ella —susurró de pronto, pero era difícil saber si se lo decía a Matilda o a sí misma—. Yo no fui, yo no quería hacerlo… ella lo hizo…

—Tranquila, Samara —susurró la Psiquiatra, suave y lento—. Estaré bien, sano rápido. En unos días, ya ni siquiera se notara.

La doctora que la estaba curando no estaba del todo segura de ello, pero no dijo nada.

—Fue como con mi madre —murmuró de nuevo Samara de la misma forma—. De nuevo le hice daño a alguien que quiero…

Pequeños rastros de melancolía se asomaron por los ojos de la nena, pero de inmediato ella se los talló para disimularlo.

Una vez que le curaron su mano, Matilda la acompañó a las regaderas para que pudiera lavarse el cabello y el cuerpo, y mudarse de ropas. La espero afuera a que terminara, y en ese lapso tuvo el auto reflejo de tomar su celular; sin embargo, éste no encendió. Esos minutos que estuvo bajo el agua, evidentemente no le habían sido beneficiosos; incluso aún seguía húmedo y algo sucio. Había visto en película y en el internet que podía servir ponerlo en una bolsa de arroz, pero no estaba segura de qué tan útil sería eso en realidad. Tenía un segundo teléfono, el de “emergencias”, que era un número al que sólo la Fundación le marcaba; sin embargo, lo había dejado en su bolsa en el módulo de recepción.




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