El silencio tenso se quebró con el grito desgarrado de Lucho.
La luz de la fogata titiló como si también sintiera miedo, y en ese parpadeo lo vimos irrumpir en el círculo de calor.
No caminaba.Arrastraba su cuerpo exhausto… y el mío.
Su rostro estaba cubierto de barro, sudor y el pánico seco de la noche.
Sus brazos me sostenían con una fuerza que no nacía del cuerpo, sino de ese lugar insondable donde la voluntad se convierte en instinto.
Lucho, el que más había sentido la opresión de la selva.
El más nervioso.
El que había advertido primero.
El que temblaba ante cada crujido.Y aun así…en el instante decisivo, fue él quien se quebró para arriba.
La oscuridad lo había rodeado.
La presencia sigilosa lo había seguido.
Algo lo había rozado, golpeado, frenado, sometido…pero Lucho siguió.
Siguió como si la selva entera le colgara de la espalda.
Me depositó cerca del fuego con una delicadeza imposible para su estado.
Luego se desplomó a mi lado, respirando en sacudidas, sin poder siquiera levantar la cabeza.
Santiago y Joaquín tardaron un segundo eterno en reaccionar.
Sus “predicaciones” se hicieron trizas.
El miedo se volvió acción.
La noche seguía acechando a nuestro alrededor.
Nada había desaparecido.
Nada había terminado.
Pero Lucho…Lucho había hecho lo que nadie esperaba:arrasó con su propio terror para traerme de regreso.
Habíamos sobrevivido a la sombra.
No por habilidad.No por suerte.
Sino por el coraje feroz que nace cuando no te queda nada más que resistir.
A partir de ese momento, el tiempo corría contra nosotros.
Mi cuerpo ardía.
La oscuridad parecía moverse todavía.
Pero había algo claro, absoluto, innegable:seguíamos vivos.
Y eso, en la selva, es una victoria.