I. Espíritu protestante
Fragmento del «Manual de control y supervivencia humana» Creado por los gobernadores, cita:
El gobierno pone total confianza sobre los hombros de los agentes de control, mientras estos sirven con lealtad y eficiencia, poniendo orden, velando por nuestra seguridad y haciendo que la ley se cumpla en toda la extensión de la palabra.
Los agentes de control tienen total poder sobre la ciudadanía, son los encargados de nuestra protección, de velar por nuestro bienestar, se le ordena a todo individuo respetar a estos servidores, así como ellos tienen permitido acabar con cualquier amenaza.
La noche estaba nublada, con colores deprimentes y opacos, prometía una lluvia que no siempre llegaba. El ambiente era tenso, como de costumbre. Las nubes empañaban el cielo, mientras la oscuridad los rodeaba; todos deseaban que lloviera, pero casi nunca ocurría. Desear, era lo que ellos siempre hacían, pero era en vano, porque aunque lo hicieran con su alma, el cielo no les otorgaba ese deseo.
Aquella chica despegó sus ojos color rubí inexplicables de la ventana, levantó su muñeca y miró el reloj que desde que tenía uso de razón tenía consigo, eran exactamente las nueve y media, ya había comenzado el toque de queda que había dictado el gobierno hacía tres años. Desde su pequeña habitación volvió a mirar hacia afuera, mientras veía cómo cada vecino apagaba las luces de las casas con temor de que algún agente de control, supiera que aún estaban despiertos. Era una orden que todos durmieran desde esa hora, y aunque para ella igual era una mandato, no le importaba en lo más mínimo.
Aunque todo traía consigo consecuencias, ella hacía todo sin pensar en ellas. Cogió su abrigo negro de la cama, pasó sus brazos dentro colocándoselo, se puso la capa ocultando su largo cabello oscuro, extendió su mano hasta el pequeño tocador que tenía, cogió sus lentes oscuros poniéndolos sobre sus ojos rojos; y con pasos silenciosos y precisos salió de su habitación. Haciendo el menor ruido posible para no despertar a su madre, caminó hasta la puerta trasera, mientras su sangre bombeaba y martillaba por sus venas. El miedo era inevitable.
—¡Alto ahí, deténgase! —El grito del agente de control se coló hasta sus huesos. El miedo se hizo presente en sus pasos, mientras seguía corriendo, en son de no ser atrapada. ¿Quién dijo que ella se detendría? Ese no era su objetivo.
Su espíritu protestante la estaba dominando, estar en contra del gobierno la hacía ciertamente feliz, aunque eso algún día le causara la muerte. Siguió corriendo sin mirar atrás, hasta que cientos de árboles le impedían la vista, estaba lejos, su corazón volvió a tranquilizarse cuando ya no escuchaba pasos detrás de ella.
A pesar de estar escondida nunca bajó la guardia, culpa del lugar en donde se encontraba. Estaba cansada, sus pies, doloridos, a tal punto de que ya no los sentía. Sus capacidades estaban entumecidas, además de que por su frente solamente sentía el sudor de su trabajo. Después de avanzar paró la marcha para tomar aire y se recostó próximo a un árbol de roble. Sus pulmones pedían a gritos aire, estaba segura que nadie la seguía pero no quería correr el riesgo de que la atraparan antes de llegar a su destino.
Separó su estropeado cuerpo del roble, que parecía pedirle de que se quedara. Trotó colina abajo hacia una localidad que había sido abandonada hacía ya mucho tiempo. Miró a ambos lados con alarma, y recordó que podía haber trampas y personas camufladas listas para capturarla en cualquier momento. El gobierno lo ve todo, y ella no estaba cumpliendo las reglas.
Más allá, a lo lejos, diviso la suave luz de una linterna, la cual hacía contraste con la oscuridad que la rodeaba, al igual que los ladridos de un perro. Su cara fue perdiendo color y el pánico la acechó como un león a su presa.
Angie quería llorar, correr, esconderse y hasta dejar todo de lado y entregarse por el miedo tan grande que la consumía, morir no estaba en sus planes. Pero algo dentro de ella le brindó la valentía que una insignificante linterna y un pequeño eco de ladrido le había quitado.
El sentimiento de libertad y suficiencia la embriagó al igual que el licor más fino y extravagante. Tomó una gran piedra y se escondió tras la casucha vieja. La piedra no la ayudaría demasiado, pero, según ella, era un arma.
Con su respiración agitada, ponía todos sus sentidos en alerta, la luz de la linterna seguía sombreando más allá de ella, pero no escuchaba pasos. Lo cual le permitía decir que su acechador no estaba en movimiento.
Su deseo era llegar salva a su objetivo, que por el cálculo de sus pasos no se encontraba tan lejos. Aún su mente no procesaba un plan y su acechador le estaba robando tiempo.
Angie aún estaba tras la casucha que se encontraba deteriorada, y con la madera agrietada. La pintura ya no se distinguía y la puerta trasera parecía estar cayéndose a pedazos.
Sin perder más tiempo se encaminó a la puerta trasera, cogió el pomo de la puerta entre sus manos y forcejeó con ella pero esta no ayudaba. Se encontraba demasiado oxidada y la madera solo crujía haciendo un ruido exasperante.
—¿Quién anda ahí? —El grito no era lejano. Angie volvió a zumbar de miedo y empezó a mover con más prisa el pomo de la puerta.