Retour à toi

1. La muerte llega a casa

El doctor Addario lo supo en ese instante. Sabía que ese era su fin, «un final patético» es lo que habría comentado si se lo hubieran preguntado directamente. Frase que se repetía en su mente mientras caía al vacío ineludible de la muerte que lo acechaba ansiosa desde el suelo. Nadie habría de sospechar que esa cruel mañana soleada del jueves, 4 de noviembre de 1971, un mes exacto antes de su cumpleaños, el célebre y afamado doctor francés encontraría su final.

Un final en donde todos los factores habrían de concordar para llevar a cabo esa tragicomedia, digna de un teatro al aire libre; cuando el gato blanco de su esposa decidió echar una siesta en el último escalón de la elegante escalera de caracol que llevaba a la planta alta de su majestuosa casa, donde se encontraba su habitación y al lado de esta, su estudio, que albergaba su vasta colección de libros en diferentes idiomas; colección de la que el doctor se sentía no dichoso, sino orgulloso. Un orgullo que lo llenaba a ratos, más que el de sus propios hijos. Pero en ese momento antes de la tragedia que pondría fin a su longeva existencia, no se dirigía a ese espacio tan personal en busca de uno de sus tantos libros; iba ahí a meditar, pues sus ojos no creían la noticia que se encontraba casi oculta en una de las páginas del periódico local de ese fatídico día; su amigo, confidente, hermano de otros padres, Friedrich Wetzler , había muerto hacía dos días en un hotel de mala muerte ubicado en una ciudad cercana, un fulminante ataque al corazón había sido la causa de su partida.

Si sus ávidos ojos, aún con tantos años encima, no hubieran recaído en ese pequeño titular en la esquina inferior del diario que atrapó su atención por completo, habría sido capaz de visualizar al pequeño animal que, por su pelaje blanco, se camuflaba perfectamente con el inmaculado piso de mármol y así evitar pisarle la cola. Acción que desencadenó un grito de parte del animal y un trastrabillo mortal que llevó a su aparatosa caída por las escaleras y a su eventual muerte.

Lucien Addario, doctor de profesión, sabía que a su edad no sobreviviría a esa caída, y que, si milagrosamente lo conseguía, entonces su mejor opción habría sido morir; pues nada garantizaba que se pudiera mover después de eso y estar atado a una cama, para él, sería como el infierno en vida. El doctor era un hombre serio, temido por muchos, pero alabado y respetado por todos aquellos que conocieran su nombre. Desde el primer momento en que bajó de aquel barco y pisó estas tierras por primera vez, se destacó del resto. Su corte de cabello tan peculiar, con la nuca rapada pero con algunos mechones largos que caían ondulantes desde la coronilla, cubriendo su frente y parte de sus facciones superiores que, de cierto modo también las afinaba; mismo corte que mantuvo durante toda su vida, incluso cuando sus cabellos perdieron su color castaño oscuro y se tornaron grises; su piel blanca, ligeramente bronceada por los abrazadores rayos del sol costero, contrastaba con las marcadas ojeras bajo sus ojos azules, a causa de todas sus noches en vela, leyendo, descubriendo y aprendiendo, porque nada robaba más el aliento del doctor, que el descubrir algo nuevo cada día. Eso y ver a su esposa despertar a su lado todas las mañanas «Verla a ella es como contemplar los primeros rayos del amanecer, deslumbrante e hipnotizante, todos los días te deja sin respiración», había comentado una vez frente a todo su círculo más cercano, en una de tantas celebraciones que habían tenido lugar en su hogar. Hombre de pocas palabras, pero con buenos sentimientos, un hombre que toda su vida se caracterizó por estar lleno de energía, su cuerpo se mantuvo atlético y definido aún en sus últimos años, gracias a que no paraba un segundo «Descansaré cuando me muera» solía decirle a su mujer. Y ahora, a segundos de su muerte, sólo podía pensar en lo mucho que deseaba seguir viviendo para poder descansar a su lado. —¡Mierda! —Alcanzó a vociferar antes de empezar a rodar cuesta abajo.

Nunca en sus ochenta y cuatro años de vida le había tenido miedo a la muerte. Él, que la veía a diario deambulando por los pasillos de su afamado nosocomio, podía hundirse en su abismo y observarla sin interés para luego girarse y continuar con su rutina. Porque así era él, con un temple de acero que mantuvo hasta ese día que marcaría su final. Ahora, se encontraba mirando a la parca directamente a sus cuencas vacías, sabiendo a ciencia cierta que esta única vez no se marcharía altivo dándole la espalda. Sin embargo, el temor que lo embargaba no era tanto por su final, sino por quien dejaba atrás, la Sra. Addario, a quien una vez consideró y, mentiría si dijera que a sus ojos no seguía siendo la mujer más hermosa que había visto jamás. Todo un halago, viniendo de un hombre que había recorrido el mundo, que había cruzado todo un océano para encontrarse y al mismo tiempo perderse en esos ojos grises que ahora lo miraban llenos de lágrimas mientras daba sus últimos suspiros en este mundo.

Magnolia Addario se encontraba tranquila en el gran corredor con vista al jardín, dejando ondear ante el fresco aire del norte su corto y estilizado cabello, aquel que hace algunos ayeres era tan oscuro como la noche misma, pero que hoy en día brillaba blanco como la nieve, tarareaba una canción en una lengua olvidada; canción que había sido heredada de generación a generación hasta llegar a ella de labios de su madre. Mientras sus cuerdas vocales producían melodiosas notas, sus dedos, ágiles aún a sus setenta y ocho años de existencia, bordaban con hilo dorado algunos patrones florales; acción que había desempeñado desde sus primeros años de matrimonio, en una de las tantas distintivas corbatas blancas, favoritas de su marido. Fue en el momento en el que finalizaba la melodía, cuando sintió el ambiente tensarse de pronto, como si todo el sonido hubiese sido removido, como si la vida se hubiese pausado en un instante para luego reiniciar rápidamente con un estruendo y un grito que caló en lo más profundo de sus huesos.




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