Retour à toi

3. Recuerdos del pasado

Era el 17 de febrero del año 1915, Lucien Addario había llegado a ese país soleado, rodeado por brotes de caña y café, procedente de Francia, su país de origen, a sus escasos 28 años. Nacido en el auge de la Belle époque, era un hombre de gustos y costumbres arraigadas; por lo que, minutos después de desembarcar, agradeció al cielo cuando su mirada se había posado en un letrero de un humilde café, —Necesito una taza de café o me va a estallar la cabeza —musitó para sí mismo. Al entrar al lugar se había percatado que el pequeño local contaba con una decoración bastante sobria, se veía el ímpetu del encargado por mantener todo impecablemente limpio y arreglado. Para su sorpresa, el lugar se encontraba totalmente vacío; pese al tumulto que había en las calles de afuera, donde se movía un mar de gente, que se veían cada vez más ansiosos con el repiquetear de las campanas sonando a lo lejos. Agradeció internamente esta situación pues existían dos cosas que no podía soportar: uno, la suciedad y dos, Las multitudes. Hasta ese momento, el pequeño café que ya consideraba como una bendición, cumplía a cabalidad con sus estándares, lo cual lo hacía sonreír internamente.

Al acercarse a la barra, había sido atendido por el dueño, un amable caballero, que había cumplido a cabalidad con todo lo que había solicitado; incluso le hubiera sonreído y apretado la mano de no ser porque venía de un largo y desgastante viaje de siete días en un barco de vapor más las tres horas en el ferry que lo llevó del puerto grande del país vecino, hasta este pequeño muelle, único en todo el territorio. Conversaron un rato, sobre su procedencia y profesión, y sobre los motivos de su viaje, pues era extraño que un caballero joven y estudiado como él, estuviera en ese recóndito lugar de un continente ajeno al propio. Y es que el motivo que lo había llevado a embarcarse en tal aventura no era más que su afán de salir a explorar. Este no era el primer viaje que realizaba, había recorrido ya varias ciudades importantes de su natal Europa y fue en una de esas aventuras que conoció a quien sería el responsable de que llegara a pisar estos lares; visita que luego se convirtió en una estadía perpetua.

Había llegado a encontrarse con su amigo, Friedrich Wetzler, viejo conocido que lo ayudó cuando se perdió en las calles de Viena y con quien forjó una gran amistad. El en ese entonces comandante Wetzler, se había retirado de Europa, meses después de estallada la Gran Guerra que había dado inicio el año anterior; le había insistido, por medio de una serie de cartas, a su buen amigo que lo acompañara un tiempo, al menos mientras el conflicto cesaba. Friedrich sabía bien que después de abandonar el ejército no podría volver a pisar jamás su amada Austria, pues lo acusarían de deserción y probablemente acabaría frente a un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, al llegar al tropical lugar, toda la elegancia y familiaridad de su ciudad natal se vio eclipsada por estos nuevos paisajes. Un mundo nuevo se abría frente a sus ojos, tanto así que ya no le importaba volver a su hogar; de todas maneras, no había nadie ahí que lo extrañara. Por lo que apretó a su pecho su cámara fotográfica, uno de los pocos tesoros que logró extraer de su hogar, y emprendió un camino sin retorno. Friedrich dedicó su vida a documentar la vida cotidiana de los habitantes de este nuevo lugar, tomando notas que guardaba celoso en su bitácora de viaje, y fotografías de rostros y personajes que llamaban su atención, llevando una novedad más a los lugareños, quienes solo conocían los retratos pintados por diestras manos. Ahora eran capaces de observarse plasmados en papel con un aparatejo que parecía complicado, pero que, gracias al buen carácter y dulzura del extranjero, aunado a lo increíble de sus resultados, era la novedad dentro y fuera de la ciudad. Debido a su naturaleza aventurera, el excomandante Wetzler no contaba con un lujar fijo de residencia, pues él iba a donde le era requerido, o, como él decía, "a dónde su corazón le pidiera ir". Le había dado indicaciones a su amigo el doctor, para que lo esperara en esa pequeña ciudad portuaria, pues ahí es donde debería de desembarcar. De acuerdo con su carta, iría a recogerlo el 20 de febrero, después de visitar y documentar una aldea vecina, para darle un recorrido por el territorio y presentarlo ante los locales. Sin embargo, gracias a que los dioses del mar habían sido bondadosos, Lucien había arribado con tres días de anticipación.

Ahora, se encontraba pensando qué hacer mientras esperaba la llegada de su amigo; despertando de sus cavilaciones, se dio cuenta que se hacía tarde. Le indicó al atento caballero que lo había atendido en el café y con quien había compartido una amena conversación, que debía retirarse pues aún necesitaba encontrar un lugar para hospedarse, fue en ese momento que el hombre, quien ahora sabía se llamaba Hugo, saltó de su asiento tomando delicadamente al joven del brazo, mientras le decía —Me temo, señor, que le será imposible conseguir hospedaje en esta ciudad, al menos durante los próximos seis días. —Intrigado, por esta repentina y extraña actitud, el joven volvió a sentarse para escuchar atentamente los motivos de esa nueva situación a la que debía enfrentarse; el hombre entonces continuó: —De todos los días del año en el que pudo usted llegar acá, escogió el peor. Hoy es Miércoles de Ceniza.

—¿Y qué hay de malo con eso? —Preguntó Lucien, con curiosidad.

—Absolutamente nada, señor. Lo malo es lo que sucede después; con esto da inicio la Cuaresma. Esta podrá no ser más que una ciudad de paso para los que desembarcan acá, pero en estas fechas es cuando nuestra fama surge, pues al parecer, según dicen, no hay mejor lugar para celebrar esta larga fiesta que el puerto. Año con año, desde el miércoles de ceniza, nos inundamos de personas que vienen de todas partes. Muchos locales que viajan desde las otras ciudades, y algunos extranjeros, como usted, que vienen de paso y se quedan atrapados por el encanto de las fiestas.




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