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5. Rumores

El primer, y hasta el momento, único pretendiente, que Hugo había logrado conseguir para su hija, había sido un joven de su misma edad; en ese entonces diecisiete años. Era el segundo hijo del único doctor que existía en ese momento en el pueblo. Un joven bien parecido en el exterior, pero que dejaba mucho que desear en su interior. A Magnolia, a primera vista le había parecido agradable. Pero, después de un par de conversaciones, lo consideró un ser totalmente despreciable y suplicó con lágrimas a su padre para que no la obligara a contraer nupcias con ese muchacho. Su progenitor, ajeno a sus desesperados ruegos, hizo oídos sordos y alegó que ninguna relación es perfecta al inicio, que es con paciencia y tiempo que se logra pulir un buen matrimonio.

Ella aceptó derrotada los deseos de su padre, no sin antes hacerle saber que se comportaría y aceptaría la boda; pero que, si el tipo intentaba sobrepasarse antes de ese período, se valdría de cuanto estuviera en su poder para hacerle ver que ella no era la chica sumisa con la que él podría hacer lo que quisiera. Confiado del buen proceder del pretendiente, Hugo aceptó el trato; y, como si presagio de su infortunio se hubiera tratado, una semana después de esa conversación, durante una de las tantas 'citas' que debían tener, previo a fijar una fecha para la boda, el muchacho intentó 'besarla' sin su consentimiento; aunque la palabra mencionada anteriormente difícilmente se adapta a lo que intentó hacerle en realidad, al acorralarla contra la pared de madera de una casa vecina abandonada, e intentar a la fuerza colocar sus labios sobre los de ella, mientras con sus manos levantaba la falda de su humilde vestido. La chica, colérica por tal agravio, lo empujó fuertemente, haciéndolo caer sentado en el suelo sucio. Este, sacando humo por los ojos, se había puesto de pie nuevamente, para forzarla a cumplir con sus 'deberes como futura esposa'; el arrebato no llevó a más que una serie de empujones y arañazos de parte de ella, que terminaron por colmar la paciencia del hombre que, haciendo uso de su fuerza bruta la jaló hasta tirarla en el suelo, con tan mala suerte que su rostro cayó cerca de un alambre, lo que le ocasionó una herida sangrante en la frente.

Gracias a esta conmoción y gritos de ayuda por parte de la chica, los familiares de los novios no tardaron en llegar, encontrándose con una escena confusa, donde ella se tomaba con fuerza la mejilla y miraba con rabia al muchacho, quien no se encontraba tampoco en mejores condiciones. Él, al verse acorralado, no tuvo mejor idea que la de mentir; diciendo que ella lo había llevado hasta allá con engaños para desnudarse y entregársele a él y fijar así el trato matrimonial para que no hubiera escapatoria; mientras que él, siendo el hombre íntegro que sus padres creían haber criado, la había rechazado amablemente, lo cual había desencadenado, según él, en la ira de la fémina, quien lo agredió y en un momento de estupor, al intentar golpearlo nuevamente, había caído y se había lastimado el rostro.

Una mentira cruel y bastante incongruente pero que él, por ser el hijo del distinguido doctor, había logrado colocar como la más inocente de las confesiones. El doctor Cabrera al escuchar tal relato de su querido hijo, describiendo ese fatal comportamiento de parte de la que él consideraba una señorita decente, deshizo el compromiso en el acto. Luego de tratar la herida de la muchacha, de una manera tan rústica y tosca, que tendría que vivir con esa rosácea cicatriz por el resto de su vida. Magnolia se había sentido marcada, tanto física como emocionalmente y le juró a su padre que nunca más le aceptaría que le impusiera un hombre para casarse. Por supuesto que esta no fue la única consecuencia, todo el pueblo se enteró del 'comportamiento inmoral' de la hija del dueño del café del puerto, «Si se le hizo tan fácil ofrecérsele, ¡Con cuántos más no habrá estado!», murmuraban las amas de casa cada que la veían pasar por el mercado, «Ya decía yo, que tanta belleza no trae nada bueno», se oía otra voz entre la muchedumbre. «Jamás permitiría que mi hijo se acerque a una mujer de su tipo», decía una anciana, mientras se persignaba frente a la iglesia; y ese rumor no se quedaba sólo en el pueblo, los habitantes se encargaron de esparcirlo con cada uno de los visitantes que aparecían eventualmente por ahí. Se trataba de ver un rostro nuevo y advertirle que la hija de aquel hombre que tan amablemente les había servido el café, era nada más y nada menos que una mujerzuela en busca de pescar a un pobre incauto para vivir a sus costillas. Toda esta situación había repercutido incluso en el negocio, al que nadie quería ir para evitar ser embaucado por aquel 'demonio de ojos grises' o por su 'interesado y decrépito padre'.

Era cuestión de tiempo para que el recién llegado doctor también se enterara de la 'fama' de su hija, en cuanto pusiera un pie en alguno de los locales vecinos; aunque él era consciente que eso no era más que un cuento barato de un adolescente que no supo aceptar un rechazo, no podía hacer nada para evitar las habladurías. Era un incendio que había ardido ya por mucho tiempo... imposible de apagar; mucha suerte había tenido ya ese día, en el que todos habían estado tan distraídos con la festividad religiosa que no habían notado al rostro nuevo y jovial que había llegado al pueblo y mucha más suerte había sido que éste se dirigiera directamente, y sin detenerse a hablar con ninguno, hasta su café y luego se encaminara diligentemente hacia su hogar.

Ahora, debía preparar todo minuciosamente para lograr hacer que ese hombre no saliera de su residencia, y que cuando lo hiciera, fuera con la disposición de desposar a Magnolia. Sabía que él haría oídos sordos a los rumores; se veía en su forma de ser que no era un hombre que se dejara llevar por los chismes y menos por los de un pueblucho en un lugar olvidado hasta por Dios. Este era un hombre de mundo dispuesto a obtener lo que quería, y él se iba a encargar de que lo que deseara más fuera a su hermosa, aunque un poco terca, hija.




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