Retour à toi

6. El poeta

Aún con las mejillas levemente sonrosadas, Magnolia salió presurosa de su hogar, enfocada en entregar el telegrama del doctor y aliviar así un poco la culpa que sentía debido al accidente que, según ella, había provocado. Además, el efectuar este recado, le serviría también para cumplir con otra tarea importante: recoger su correspondencia mensual.

Al llegar al servicio de telégrafos, luego de esperar paciente su turno, se acercó al encargado, para entregarle el mensaje; este era sencillo, resumía en pocas palabras lo que había sucedido, evitando preocupar al destinatario y asegurándole que podrían reunirse en unas cuatro o seis semanas, lo que sería el estimado del tiempo de recuperación del pie afectado. También agregaba la dirección para que se pudiera contactar con él por correspondencia y compartir más detalles de la situación. Luego de finalizar y efectuar el pago del servicio, la chica se encaminó alegre hacia la oficina de correos, donde Cayetano, el anciano cartero encargado de ésta, la esperaba con una sonrisa en el rostro, y en la mano derecha su carta habitual, recibida religiosamente cada tercer jueves del mes, desde hacía ya casi un año.

—Pequeña gacela, mis ojos no se cansarán nunca de deslumbrarse con tanta belleza, —le decía alegre el anciano, como recibimiento para su cliente más apreciado. Cayetano Omul era un romántico incorregible, esto era lo que lo había motivado a acceder a ser parte de este amor idílico que tenía como escenario principal su área de trabajo, a dónde un muchacho alto pasaba cada tarde del tercer miércoles del mes, a entregar un pequeño sobre para cierta chica de ojos grises.

—Amable caballero de oxidada armadura, —contestó ella siguiéndole el juego, —es usted pieza importante de mi felicidad el día de hoy. En serio, muchas gracias. —Continuó, al tener en sus manos su tan ansiada carta. —Ahora debo irme, mi padre me espera. —Finalizó, luego de guardarla con dulzura entre las desgastadas hojas de un pequeño libro con forro de cuero.

—Hasta el próximo mes. —Se despidió el mensajero, observándola con una sonrisa dulce en su rostro avejentado. Ella por su parte, sólo agitó su mano en señal de despedida.

Mientras corría por las calles del pequeño pueblo costero, Magnolia chocó con un joven de gran altura y cabello castaño claro que caminaba cabizbajo por la calle. —Disculpe. —Murmuró sin siquiera voltear a verlo, mientras se perdía entre las personas que ya habían empezado a resurgir del jolgorio del día anterior y se preparaban para iniciar un nuevo día.

Él por su parte, veía embobado como la musa de sus poesías se alejaba de su vista «tres cartas más» pensó; en tres meses ella sabría la verdad de quien se escondía tras tan dulces versos.

La complejidad del asunto recaía en que, Cayetano era el único conocedor de la identidad real de este humilde joven, pues así había sido estipulado desde el principio; el cartero contactaría a la joven y le entregaría personalmente la primera carta, en donde se presentarían sus intenciones y las instrucciones del plan a seguir. Al ella aceptar, se pactarían una serie de doce cartas en las cuales el remitente 'desnudaría su alma ante ella' para luego, el sábado siguiente a la última carta, revelarle al fin su identidad en un lugar y hora pactados en esta.

Miguel Clemente Amadeo no se consideraba a sí mismo como un poeta. Sin embargo, algo generaba aquella chica en su interior que lo había llevado a plasmar en papel, todas aquellas palabras que jamás se atrevería a expresar en voz alta. Él, hijo ilegítimo de un hombre adinerado, nacido de una relación clandestina con una humilde sirvienta, cayó rendido a sus pies desde la primera vez que la vio, hace dos años. Fue al salir de la misa del Domingo de Resurrección, ella iba caminando por la calle con un fino vestido celeste de tafetán, su cabello caía hasta sus hombros; Miguel Clemente no podía comprender como toda la gente pasaba a su lado sin siquiera prestarle atención, y observaba confundido cómo a su paso se levantaba el rumoreo y las miradas de desagrado, dirigidas a ella, que se veía tan etérea, tan fuera de este mundo. Entonces, lo entendió de golpe, ella era como él, una incomprendida, rechazada por la sociedad, una paria; así como él que era considerado un error, algo que no debía existir; por ser diferente, por no pertenecer.

Era un muchacho sencillo, excluido por la familia de su difunto padre, un hombre que nunca le dirigió ni una sola mirada, incluso pasando a su lado, pese a ser el único varón que había engendrado, y quien no tuvo las agallas si quiera para reconocerlo antes de morir. su consuelo era su madre, quien a duras penas lograba conseguir el trabajo suficiente para que ambos pudieran comer, además de sus servicios domésticos en un par de casas de clase media, se ofrecía para lavar y almidonar la ropa de quienes podían permitirse contratar ese tipo de servicios. Sin embargo, aún con esos esfuerzos, el dinero no alcanzaba. A sus 13 años, el muchacho se vio forzado a salir a trabajar para poder ayudar a su progenitora con los gastos del hogar; una humilde casa rentada, destartalada, casi llegando a los barrios más marginales del pueblo, en la que apenas y había espacio suficiente para que ambos pudieran habitar, pero en donde nunca faltó el amor. Los trabajos de Miguel, habían incluido desde llevar recados de parte del telegrafista, hacer de mozo en el restaurante más grande con el que contaba el pueblo, repartir periódicos ocasionalmente, entre muchos más, algunos mejor pagados que otros; pero fue en su trabajo ayudando al encargado de la pequeña biblioteca pública, en donde se había sentido realmente a gusto. Rodeado de libros de toda clase, descubrió su pasión por la poesía, que lo llevó a leer más de cien antologías de sus poetas favoritos en unos pocos meses.

Sus ambiciones eran simples, estas se reducían a llegar vivo a fin de mes y ayudar a su madre; caminando siempre con la cabeza gacha, el cabello corto despeinado y portando sus ropas viejas, algunas eran herencia del padre fallecido, que fueron tomadas sigilosamente por la mujer en uno de sus últimos encuentros, y que habían sido reparadas por ella misma para que el hijo las vistiera, evocando un poco del amor paternal que le había hecho falta desde siempre. Evitaba ser notado, vagando sin rumbo entre las calles, hasta ese Domingo, en el cual le juró al Cristo Resucitado, viéndolo directamente a los ojos, que haría todo lo que estuviera en sus manos para poder desposar a la doncella que le había robado el aliento.




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