Retour à toi

9. Confesión

El día de su confesión, por azares del destino, Lucien decidió interpretar en el piano el tercer nocturno de los Sueños de amor de Liszt; pieza musical inspirada en uno de los poemas de Freiligrath que habla sobre el amor incondicional en la madurez. Mientras tocaba las notas, recitaba en voz alta los tan famosos versos «¡Oh, ama, ama mientras puedas!» decía, mientras dejaba que sus falanges bailaban con gracia sobre el teclado blanco y negro, «¡Oh, ama, ama mientras te guste amar!», la pieza sonaba dulcemente en los oídos de sus dos únicos espectadores, quienes veían embobados su destreza en el piano, sin saber que en ese momento, era su corazón el que hablaba y no sus manos «Llegará la hora, llegará la hora, en la que sobre las tumbas te lamentarás» finalizó dando una reverencia frente a padre e hija, que aplaudieron con admiración, antes de reunir todo el valor necesario para dirigirse con paso firme a Magnolia y decirle —Si me lo permite, me gustaría hablar con usted.

Presa del pánico, la joven volteó a ver a su padre, quien sólo hizo un gesto con la cabeza en señal de aprobación y desapareció de la pequeña sala donde se encontraban. Ella, sin más remedio, asintió y con un susurro casi inaudible alcanzó a decir —Sí. Permítame cinco minutos, por favor.

—Bien. La espero entonces en el corredor de afuera. —Respondió él con firmeza.

Esos cinco minutos fueron una tortura para ambos, ella debatiéndose si debía rechazarlo de la manera más elocuente para no herir sus sentimientos o simplemente mandarlo a volar sin consideración; y él, en la agónica espera, leía y releía el arrugado papel que tenía en sus manos, tratando de memorizar letra por letra la confesión que él mismo había escrito con anterioridad, mientras se maldecía a sí mismo por ser tan poco elocuente en situaciones como esta.

—Aquí estoy, lo escucho. —Habló la muchacha, apareciendo repentinamente en el corredor y tomándolo por sorpresa. En ese momento, el doctor olvidó por completo el discurso que ya tenía ensayado y por primera vez en su vida, las palabras se atoraron en su garganta, no supo qué decir. —¿Y bien? —Insistió ella, altiva como lo había sido siempre.

Él, juntando valor y recobrando un poco de su orgullo, tuvo que recurrir a algo que odiaba hacer durante momentos importantes: improvisar. Y para él, su improvisación no fue más que, apagar el cerebro y dejar que hablara el corazón. —Desde el primer momento en que la vi, supe que era especial. Pero fue al momento de tratarla directamente que descubrí que existe más dentro de usted de lo que se puede apreciar a simple vista. Quedé encantado con su manera de ser; su espontaneidad, su entereza, su fuerza, su amabilidad, su bondad o hasta el brillo de su mirada cuando ve algo que le gusta. Quizás no soy el mejor hombre o el más apropiado para usted, pero prometo mejorar cada día y dar lo mejor de mi para merecerla. —Le dijo, tomando una de sus finas manos entre las de él. —Porque usted, merece lo mejor; merece un palacio y ser tratada como lo que es, algo precioso. Si usted me acepta, prometo ofrecerme en cuerpo y alma, poner a su disposición todo lo que tengo y todo lo que podré llegar a tener, y prometo hacer, Princesa de Oriente, que esos ojos grises no vuelvan a estar tristes, nunca más. —Aseguró, observándola con intensidad, tratando de que en su mirada se reflejara todo aquello que no expresaba, pero que sentía latente en su pecho.

Magnolia se quedó estática, el plan de rechazo que había armado hace unos momentos había quedado invalidado después de sus palabras. Se encontraba desarmada y sin saber ni qué decir, —¿Puedo ver lo que estaba escrito ahí?, —le preguntó, como escapatoria final, alargando el momento de la respuesta, al ver que sus manos le daban aún vueltas al ya desgastado papel. Él, contrariado por su pregunta, le extendió la hoja, a lo que ella comenzó a leer en voz alta: "Desde el primer momento en que la vi..." Repitió las palabras plasmadas en el papel, dedicándole una mirada un tanto decepcionada, para después continuar con la lectura: "...me fijé en sus ojos soñadores, en su silueta angelical..." su voz cada vez se pausaba más, al notar que sólo la primera oración escrita en la hoja concordaba con su discurso anterior. —Esto no se parece en nada a lo que me dijo hace un rato. —Comentó, después de terminar de leer.

—No. —Respondió él, tranquilamente. —Eso es porque lo que le dije es lo que siento en realidad.

—Qué bueno, porque si me decía esto, lo mandaba al carajo. —Le dijo ella, sin pensarlo, levantando el arrugado papel con disgusto.

Él soltó de repente una bocanada de aire que, sin saberlo, había estado conteniendo en sus pulmones a la espera de algún tipo de respuesta, antes de comenzar a reír con una risita contenida. —Eso nos dice dos cosas, —le dijo. —Una es que, como ya le había mencionado, soy incapaz de escribir poesía y no puedo hacer más que dedicarla. Algo que pudo comprobar usted misma esta noche ante la precariedad de mis palabras.

—¿Y cuál sería la segunda? —Preguntó curiosa.

—Que, si aún no me manda al carajo, como tan elocuentemente mencionó, es porque tengo una oportunidad.

Magnolia no respondió. Él, al ver su indecisión, agregó —No tiene que responderme ahora, —le dijo, —Yo vuelvo en un mes. Si usted me acepta, yo le demostraré que puedo hacerla feliz. Piénselo. —Finalizó con toda la seguridad y seriedad que lo caracterizaba, con esa voz profunda que hizo que la joven sintiera sus piernas temblar.

Ella le dedicó una mirada contemplativa, haciendo que, sin saberlo, sus ojos grises se engancharan a los azules de él, perdiéndose en todas esas palabras que no habían sido expresadas, pero que, de alguna manera estaban ahí, sólo que ella no era capaz de descifrarlas. Rompiendo el hechizo, desvió rápidamente la vista, enfocándose en sus desgastados zapatos. —Está bien, lo voy a pensar. Feliz noche. —Se despidió apresurada, temerosa de terminar cometiendo un desliz si se quedaba un segundo más en ese corredor. Sin embargo, debido a la premura de su huida, pasó golpeando con la puerta de la entrada, el mueble del comedor, donde había dejado escondido el pequeño cuaderno, confidente mudo de su inocente amorío; y que su padre, quien se encontraba oculto cerca del umbral, escuchando la conversación, había encontrado al caerse de su escondite por la fuerza del golpe. El médico partió al día siguiente y no volvió hasta cuarenta días después.




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