El tan ansiado día del encuentro había llegado al fin; dos almas se preparaban de diferente manera para asistir a su cita.
Miguel Clemente Amadeo estaba nervioso, no podía ocultarlo. Se movía presuroso por todo el pueblo, cumpliendo con sus tareas del día para poder llegar con media hora de anticipación al lugar acordado. Sabía muy bien lo que diría; lo había sabido desde que envió la primera carta. Quería decirle a ella todo lo que había dentro de su corazón, ahora en persona. No quería guardarse nada, había llegado el momento con el que había soñado desde aquel lejano Domingo de Pascua. Su madre, cómplice de sus acciones, trató de apaciguarlo cuando lo vio salir de casa temprano por la mañana —No estés nervioso, —le dijo con dulzura, —recuerda que a las mujeres nos gustan los hombres seguros de sí mismos. Y tú no tienes por qué dudar; si ella no hubiera querido verte, hubiese rechazado este encuentro desde hace mucho. Verás como todo sale bien. —Lo animó con dulzura maternal.
Su complicidad no sólo recaía en sus consejos y apoyo moral, la Sra. Amadeo le había prometido ayudarlo con los pocos ahorros que había juntado, gracias a que, con los múltiples trabajos de Miguel, habían logrado estabilizarse económicamente sumado a lo que había recaudado del empeño de algunas joyas que había recibido de ciertas señoras de gran alcurnia como pago por sus servicios. Ahorros que servirían para que él pudiera rentar una casa en un barrio de mejor condición social y pudiera ser feliz junto a quien ella aseguraba que sería su esposa. Quizás no tendrían la mejor de las bodas, pues ese era un lujo destinado para pocos, pero ella sabía que su hijo haría que esos detalles pasaran desapercibidos, «Cuando hay amor, solo importa estar juntos» decía.
Las horas seguían pasando, era ya medio día cuando Miguel pasó a la oficina postal a hacer una pequeña visita a su segundo cómplice de esta aventura.
—Señor Omul, buenos días. —Saludó amablemente al caballero detrás del escritorio.
—Oh, Miguel, ya te dije que puedes llamarme Cayetano. —Lo reprendió. —¿Listo para el gran día? —Dijo sonriente el anciano, aunque por dentro guardaba cierta preocupación; sabía que algo no andaba bien desde el jueves que vio a Magnolia recibir la última carta.
—Llevo dos años listo. —Respondió serio y decidido. —Y, aun así, siento que se me va a salir el corazón del pecho.
—Tranquilo, muchacho. Lo que tenga que pasar, pasará. —Le dijo el viejo Cayetano, mientras colocaba una mano en su hombro.
—Ya veremos. Vendré el lunes a visitarlo, espero traer buenas nuevas. —Se despidió sonriendo, con una sonrisa amplia y llena de esperanza que ni Cayetano ni nadie más volvería a apreciar a partir de ese día.
Había terminado con su trabajo, ahora se dirigía con paso firme hacia su hogar, pasando entre los diferentes vendedores del pueblo quienes iniciaban a guardar los productos que no habían sido vendidos. «¿Ya viste al doctor que está viviendo con el viejo Hugo?» preguntó una mujer, colocando con delicadeza unas tazas de barro en las cajas que servían para su almacenamiento, dirigiéndose a su compañera que dedicaba su atención almacenar sus propias piedras de moler «¡No! Ves que apenas ayer regresé de la frontera, ¡Cuenta!» respondió animada la otra.
«¿Doctor?» se preguntó el muchacho, «habrá de ser algún pariente» pensó, restándole importancia al tema. Miguel había dejado de escuchar los rumores de los pobladores desde hacía bastante tiempo; sabía que sus lenguas viperinas sólo provocaban dolor y él no quería ser parte de eso. Este era un día especial y no podía permitirse el contaminarlo con los chismes baratos de las vendedoras, prefirió apurar el paso y llegar a su casa para arreglarse y cortar las flores que había estado reservando y cuidando para este particular acontecimiento. Sin embargo, poco iba él a saber que ese sería el primer y único día en el que debió prestar más atención.
En el reloj sonaron las cinco campanadas de la tarde. En una hora, en la iglesia, resonaría la campana mayor, anunciando el ángelus. «Me queda una hora antes de dar el paso que me conducirá hacia el resto de mi vida» pensó Magnolia con tristeza. Sus opciones habían sido estudiadas y analizadas cuidadosamente; escoger a Lucien le aseguraba una buena vida, no por el aspecto económico, que eso poco le importaba, sino por el hecho de que él le agradaba. Disfrutaba pasar tiempo con él y no le molestaba la idea de seguir conviviendo por un largo período; no podía ni creía apropiado el considera esta situación como amor; sin embargo, era el pensamiento de un acercamiento más íntimo lo que la aterraba realmente, aunque si ya una vez había aceptado casarse con un tipo como Lázaro Cabrera, sabiendo que aceptaba también todas las implicaciones de un matrimonio, quizás en esta ocasión el temor carecía de fundamentos. Por otro lado, estaba el 'hombre misterioso' o 'M' ya que al menos había una inicial de referencia, debía verlo y saber realmente qué había o podía haber entre los dos, si esa 'historia de amor' sobre la que él pregonaba en sus versos era realmente eso o una vaga ilusión de un romance condenado al fracaso. Su tercera opción, era simplemente alejarse de ambos y pedirle a su padre que la llevara al convento de la Hermandad del Perpetuo Socorro, para quedarse a acompañar a las devotas y asegurarse un lugar en donde pasar sus últimos años de soledad. No era algo alentador, pero era una opción y debía ser tomada en cuenta, a su edad y con lo que se decía de ella, difícilmente podría poner fin a su soltería si rechazaba a sus dos únicos pretendientes.
Entre divagaciones y pensamientos, había pasado ya media hora. «Son las cinco treinta, es hora de partir» pensó, reuniendo todo el valor que le quedaba y encaminándose hacia la puerta de la salida.
—¿Ya te vas? —Preguntó su padre, desde la mesa del comedor.
—Sí. —Le respondió sin verlo.