Ese fatídico sábado en el que había rechazado a Miguel Clemente Amadeo, Magnolia, al desaparecerse de la vista del enamorado que ahora se encontraba herido y arrodillado frente al atrio de la iglesia, corrió, presa del pánico, del dolor y la culpa que agobiaban su ser. Iba de prisa, apartando a empujones a las personas que se cruzaban en su camino. Al llegar a su casa, entró y se dirigió directamente a su habitación, sin siquiera dedicar una mirada a su padre, quien se encontraba sentado en el corredor, angustiado, esperando por ella, y quien la vio pasar como ráfaga de ventisca de verano, subiendo de a dos las escaleras a la segunda planta. Entró a su cuarto y se dejó caer sobre su cama, dejando que el peso de todo lo que acababa de acontecer le cayera encima. Había tomado una decisión y no se arrepentía de eso, pero era humana y le dolía saber que todas esas ilusiones que se había hecho meses atrás, habían quedado tiradas frente a un rosal carmesí, regadas por el suelo, despedazadas, hechas triza; tal como se habían quebrado esos ojos castaños a los que había visto fijamente, mientras rompía toda esperanza de un futuro juntos. Con eso en mente, la joven, quien pregonaba de ser alguien que no se dejaba agobiar por los sentimientos, lloró desconsoladamente sobre su almohada, derramaba lágrimas por aquello que nunca podría llegar a ser. Lloró desesperada, como no lo había hecho desde el día en que murió su madre.
Durante la revelación que había tenido en el momento previo al rechazo, se dio cuenta de que, si aquel joven la hubiera pretendido normalmente, si se hubiera dado a la tarea de contactarla directamente, justo después de la primera carta, caminar hasta ella y decirle cuáles eran sus intenciones, probablemente lo hubiese aceptado; se hubieran conocido y luego él le hubiera propuesto matrimonio y ella, por su parte habría aceptado. Pero tantos "hubiera" nunca son buenos, todo eso jamás pasó y ahora ella ya había decidido seguir su camino, al lado de un hombre bueno que hizo todo lo correcto y sin siquiera saberlo, fue el ganador de este duelo silencioso.
Decidida y resuelta, limpió sus lágrimas y se lavó la cara para borrar la noche de tristeza; la cual sería la única que dedicaría a este asunto, y se apresuró a salir para iniciar con sus oficios del día. Debía ocuparse de la casa y efectuar las compras necesarias para que todo estuviera listo para cuando cierto huésped huraño, pero con los ojos más brillantes que ella habría visto en su vida, regresara de su viaje.
Al arribo del doctor, en la casa se respiraba un ambiente totalmente diferente a aquellos primeros días, cuando los duelos de miradas y retos silenciosos creaban una tensión tan palpable que incluso podía cortarse con un cuchillo. Ahora, si bien no era una sensación de amorío juvenil en donde todo se pinta de rosa, pues las personalidades de la ahora pareja de novios no lo permitirían, se respiraba la calma y serenidad. Sin embargo, el joven médico había decidido marcharse y buscar un lugar que lo alojara temporalmente, mientras se encontraba en reparación la casa que habría de ser su hogar permanente.
Se trataba de una suntuosa mansión, localizada en la parte alta del pueblo, uno de los mejores barrios y con la mejor vista hacia el mar; el lugar se encontraba abandonado pues había pertenecido a una familia inglesa que se había acomodado ahí por algunos años pero que habían decidido abandonar el lugar y cederlo a la municipalidad para regresar a su tierra natal. Al verla, Lucien se había quedado maravillado, era un edificio construido a mediados del siglo anterior, con dos niveles, ambos adornados con ventanales enormes para que entrara suficiente luz y brisa marina; un piso que, a pesar de la gruesa capa de polvo que había acumulado por los años en abandono, se veía que estaba hecho con mármol blanco, además de unas hermosas escaleras que conducían a la segunda planta, donde se encontraban las habitaciones y un área para la biblioteca o estudio. En dimensiones, era relativamente más pequeña que la propiedad que él poseía en su país de origen, pero eso no importaba. Esta, a diferencia de la casa en el centro de París, se encontraba alejada de las demás; sin vecinos ruidosos, se sentía una paz y armonía que difícilmente encontraría en otro lugar. Desde arriba se podía apreciar toda el área verde y árboles que la rodeaban, además de una vista privilegiada de la costa, Magnolia le había dicho una vez que le gustaba mucho la naturaleza y aquí eso no le iba a faltar, «este lugar es perfecto» pensó.
—Entonces, ¿Qué le parece? —Preguntó Cordón, el encargado del Registro de Propiedades del pueblo.
—Una mierda total. Es un chiquero sucio y se ve que se está cayendo a pedazos. —Respondió el doctor, con su habitual gesto de desinterés, colocando su pañuelo blanco sobre la boca y nariz, cubriéndolas de las motas de polvo.
—Oh. Pensé que este podría ser el mejor lugar para el gran listado de especificaciones que me escribió tan detalladamente. —Respondió el representante municipal, rascándose la nuca.
—No recuerdo haber escrito: polvo de hace más de tres décadas, probable infestación de bichos y alimañas, posible colapso de la estructura o decoración de telarañas en cielos y paredes en la lista. —Le dijo con fastidio y enumerando cada cosa con los dedos. —Si esto es lo mejor que me puede ofrecer y por la absurda cantidad que me está pidiendo, creo entonces que tendré que mudarme a otra propiedad con mejores inmobiliarias. Buenas tardes.
—No, por favor, espere. Considero que podemos llegar a un acuerdo. Tiene razón, la reparación y limpieza de la casa serían gastos extra. —Admitió Cordón.
—Y bastante considerables, a decir verdad. —Dijo el doctor, inspeccionando la casa.
—Le seré honesto. Esta propiedad no le aporta a la alcaldía ningún valor con su mera existencia, creo que la venta será favorable para nosotros y no hay nadie más que usted que pueda darse el lujo de adquirir un lugar como este.