La boda fue un evento solemne, con una celebración y fanfarria de la que se seguiría comentando en el pueblo, aún años después. Pues, como ya se había mencionado anteriormente, un evento de ese tipo era un lujo destinado sólo para unos cuantos privilegiados. Durante la celebración, se sirvieron platillos que algunos de los invitados habían solamente soñado con probar, acompañados de músicos que interpretaban majestuosamente hermosas piezas compuestas en siglos anteriores pero que resonaban aún con toda la gloria pensada por sus compositores.
La humilde hija del dueño de un simple local de café, que desde ahora en adelante sería conocida como 'la Señora Addario' nunca jamás había soñado con una boda así; ni siquiera había soñado con una boda en sí. Y ahora se encontraba vestida de blanco con un collar de finas perlas adornando su cuello, rodeada de personas queridas que habían tenido un impacto positivo en su vida, y otras que, en algún momento dado, la habían criticado, incluso humillado y ahora estaban ahí, alabándola, ofreciéndole regalos y felicitaciones. Incluso el alcalde se paseaba por ahí, haciendo comentarios sobre lo bien que estaba quedando la casa. Hasta el jefe de policía, aquel que había dicho que el Doctor Cabrera había "tenido suerte de deshacerse a tiempo de esa mujerzuela que solo infectaría a su noble familia" se encontraba bebiendo el fino y caro vino que su esposo había mandado a traer especialmente para la ocasión.
—Malditos hipócritas. —Farfulló por lo bajo, pensando que nadie la escuchaba.
—Totalmente de acuerdo, son unos cerdos asquerosos. —Agregó su marido, sentándose a su lado, sosteniendo hábilmente una copa de vino.
—Si piensa eso, ¿Por qué los invitó, entonces?
—Estamos casados, Magnolia, puedes dejar las formalidades. Los invité porque a tus enemigos, los debes tener muy cerca, pero siempre bajo tus zapatos. No a tu lado, y jamás a tus espaldas, siempre abajo, donde pertenecen. —Dijo él, dándoles a todos una mirada fría y calculadora, enmascarada bajo una amplia sonrisa y una copa alzada a modo de celebración.
—No sabía que ahora los consideraba...perdón, considerabas tus enemigos. —Mencionó, volteándose hacia él, para tener una mejor perspectiva de su rostro.
—Todo aquel que te haya dañado, mon chéri, no obtendrá más de mí que mi absoluto desprecio. —Le respondió, mientras acunaba su rostro con una mano, pasando un pulgar sobre la tenue cicatriz sobre su frente. —Tú sonríe y brinda, verás como en poco tiempo este pueblo se inclinará ante mi Princesa de Oriente. —Agregó, mientras levantaba su copa nuevamente para brindar con los invitados.
—Estás loco, no, más bien demente. —Dijo ella con una sonrisa.
—Sí, tal vez. Tú exaltas mi locura, pero, la buena noticia es que soy un demente que cumple sus promesas. —Afirmó, perdiéndose en sus ojos. —¿Bailamos? —Le preguntó, ofreciéndole su mano. Ofrecimiento que ella aceptó gustosa, dejándose guiar por él para mecer sus cuerpos al compás de una suave melodía interpretada por el ensamble musical que tenían a su disposición.
El evento continuó hasta altas horas de la noche, momento en el que los novios decidieron despedirse de los invitados, motivándoles a que siguieran la fiesta aún sin ellos pues debían partir a tomar el ferry que los esperaba pacientemente para llevarlos al gran puerto del país fronterizo para zarpar en su luna de miel. Brenda, despedía emocionada a su mejor y única amiga, tomándose su felicidad como propia, deseando que todo el mal que había recibido de ese pueblo, se le regresara en dichas. Cayetano, por su parte, observaba con melancolía a la radiante mujer, tomada del brazo de un hombre que no era aquel a quien había visto llegar emocionado tantas veces a la oficina postal, pero no le quedaba más que brindar, por la felicidad de ella junto a quien había escogido finalmente y rezar por que él encontrara una nueva oportunidad de ser feliz.
El viejo Hugo, lloraba desconsolado cerca de la playa del pueblo, viendo como su única hija se alejaba; lloraba de tristeza por verla marchar, pero de felicidad por ver que lo hacía al lado de un hombre que le daría todo aquello que él había soñado para ella; aquello que sus manos callosas, aún con todo el trabajo duro que había hecho a lo largo de su vida, jamás podrían haberle podido ofrecer, «Sé feliz, mi amor» repetía entre lágrimas.
También entre lágrimas, la observaba a la distancia un hombre con el corazón herido, un alma errante, un muerto en vida. Ella lo vio por unos breves segundos. Instante en el que nuevamente la embargó la culpa, pero decidió olvidar y prometerse no volver a dedicarle una mirada a ese hombre que había decidido dejar atrás, y seguir a paso firme con la decisión que había tomado, el primer paso de su nueva vida.
Lucien habría querido que sus dulces vacaciones matrimoniales hubieran sido en un tour por su tierra natal. Soñaba con llevar a Magnolia de paseo por las calles de su melancólico París; llevarla al cementerio donde estaba enterrada su madre, contemplar con ella el Río Sena, mientras le hablaba del buen hombre que había sido su padre. Caminar juntos de la mano por Les Champs-Élysées, visitar el café Procope y mostrarle la mesa en donde Rousseau se había inspirado para escribir su famoso Pygmalion; pasar las tardes en el famosísimo Café de La Paix para observar el hermoso techo diseñado por el mismísimo Garnier. Había tanto en el mundo que quería mostrarle, quería llevarla a otros países, recorrerlos de su mano, que todos la observaran y cayeran ante el encanto de sus ojos grises, tal como él lo había hecho. Pero todo eso no podía ser, el conflicto bélico aún estaba lejos de terminar, intensificándose con cada mes transcurrido, y arruinando sus planes por completo.
—Cuando la maldita Guerra acabe al fin y sea seguro volver, te llevaré a Europa. —Le dijo, cuando abordaron el barco que los llevaría por un recorrido corto de un par de meses por algunos lugares del caribe. —Es una promesa.