El viaje a Europa se realizó un mes después de aquella charla en la sala de su casa. Partieron en agosto de 1920, poco tiempo después de que los tratados de París fueran firmados. Magnolia iba nerviosa, sería la primera vez que estaría tanto tiempo en un barco. Esto debido a que, en su primera luna de miel, los viajes eran cortos y pasaban en tierra algún tiempo prudencial para conocer el lugar y pasear. Pero, ahora, sería una semana completa en alta mar, si el tiempo así lo permitía, y en un barco mucho más grande. Los primeros dos días fueron toda una tortura para ella, pasó mareada en cama todo el día, bajo el atento cuidado de su esposo, quien no se separó de su lado en todo momento. Al tercer día, su organismo se había acoplado al movimiento ondulante del transporte y pudo finalmente disfrutar del viaje. El estar solos en el camarote, permitió que nuevamente pudieran reencontrarse y pasar el rato juntos, como no lo habían hecho en mucho tiempo.
—Te va a encantar París. Aunque no sé qué tan dañada la dejaron esos bárbaros. —Le decía el doctor.
—Aún no me creo que sea la gran cosa. —Replicó entornando los ojos.
—¿Por qué no?
—Si lo fuera, no te habrías marchado. —Le dijo, evitando su mirada.
—No me fui porque no me gustara. Me fui porque no me entusiasmaba la idea de estar presente, mientras se desencadenaba una guerra. Además, quería conocer qué había más allá, y resulta que encontré algo más hermoso que una ciudad. —Habló, tomándola suavemente de la barbilla para enlazar miradas.
—Lucien, ¿Cuál es tu concepto de amor? —Le preguntó ella curiosa. Era algo que aún, a pesar de los años, no se había atrevido a discutir con él; quizás porque era un tema del que muchas parejas ni siquiera hablaban. Los matrimonios se formaban con el propósito de crear una familia, el romance estaba destinado solo a las mentes prodigiosas que pudieran plasmarlo en palabras y venderlo como novela para ser el motivo de los suspiros de muchas damas y el dolor de cabeza de algunos caballeros, no para la realidad.
—No creo tener un concepto como tal, —le dijo, —pero si tuviera que describirlo, sería la mirada de mi madre cuando hablaba de papá. Eso para mí, era amor. —Agregó con tono melancólico. —Aunque creo más en las palabras de Alexandre Dumas "El amor es física. El matrimonio, química". Eso me suena más lógico, —concluyó, mientras meditaba viendo hacia el techo de madera.
Magnolia se mordió la lengua para evitar preguntar lo que quería saber realmente, si para él, lo que ellos tenían era amor, o simplemente era una sana convivencia que al menos a ella la había salvado de pasar el resto de su vida bajo la supervisión de las estrictas monjas, bordando hábitos para las figuras de los santos y rezando el rosario tres veces al día. Lo que le generaba real curiosidad era saber qué había obtenido él con este matrimonio. Ella no era de una noble familia que contara con vasta riqueza, al contrario, no tenía más que ofrecer que una vieja casa que había peligrado debido a las múltiples deudas de su padre, un sencillo collar, reliquia de su madre y una pequeña cuchara, único remanente del juego de cubiertos de plata que había sido el orgullo de su abuela en sus momentos de gloria. Quizás él sólo quería establecerse en el pueblo y casarse con una chica joven y bonita, y por azares del destino, ella había sido su primera opción. Aunque sabía que, de haberlo rechazado, opciones no le habrían faltado. Su esposo era un hombre guapo, culto, noble y educado; cualquier mujer hubiese caído rendida a sus pies, «¿Por qué yo?» se preguntaba siempre, «Tal vez porque fui la única con la que convivió realmente al estar tanto tiempo encerrado en la casa» esa era siempre la conclusión a la que llegaba al caer en ese tipo de introspecciones. Moría de ganas de preguntarle directamente si él la amaba realmente, pero nunca se atrevió. Quizás por temor a confirmar que había sido sólo por mera química, como acababa de mencionar de manera tan elocuente. Sin embargo, él se había mantenido siempre a su lado, había aceptado de buena manera su reclamo por su ausencia y ahora se encontraban en un viaje que no tenía motivo alguno, más que el de disfrutar de su mutua compañía y recuperar el tiempo perdido. Había dejado atrás a sus colegas, pacientes y otros negocios, con tal de estar ahí con ella, ¿era eso amor? O ¿sólo un esposo comprometido con sus votos matrimoniales? Ella no lo sabía realmente. Todo lo que había leído y conocido sobre el amor, había sido gracias a historias en los que sus protagonistas actuaban, según ella, de manera exagerada, incluso muriendo por el otro. ¿Pasaba eso en la vida real? ¿Sería capaz Lucien de morir por ella? ¿Moriría ella por él? No lo sabía a ciencia cierta, había decidido ya desde hace tiempo que, fuera lo que fuera el amor, no podía ser mejor que lo que tenían, y si era así como se describía en sus libros, no era más que una tontería. Prefería esto, estar acostada en la cama, escuchando las suaves respiraciones que emanaba la figura a su lado, quien, entre pestañazos, despertaba unos segundos para acariciar suavemente su mano, indicándole que estaba despierto y la escucharía si ella quisiera conversar, aunque estuviera abatido por haber pasado dos noches en vela, monitoreando sus malestares debido al viaje. Química o no, no podría ni quería pedir algo mejor.
Mientras pensaba en todo esto, lo observó cuidadosamente, recorrió con su vista sus largas pestañas, que se fusionaban con algunos mechones rebeldes de cabello que caían desordenados sobre su frente, sus ojeras, que se habían marcado aún más después de todas sus noches en vela, tratando de salvar a un pueblo moribundo y que ahora se encontraban más oscuras gracias a ella. Su nariz respingada manchada con pequeñas pecas que sólo podían distinguirse al acercarse a su rostro, y la cual se movía ligeramente con su respiración. Su fuerte y bien marcada mandíbula, siempre tensa debido a sus preocupaciones diarias. Y, por último, reposó su mirada sobre sus labios, que se encontraban ligeramente abiertos debido al sueño. Al verlo, tan apacible y tranquilo, la embargó un sentimiento de calidez que se apoderó de todo su cuerpo. Sin pensarlo mucho, decidió besarlo, primero suavemente para luego incrementar el ritmo al sentirse correspondida. Fue un beso tan intenso que sintió como el aire iba dejando lentamente su cuerpo hasta que sus pulmones permanecieron inmóviles sin nada más para exhalar, punto crítico en el que decidieron separarse y ella se encontró con los ojos azules de él que la miraban con un brillo peculiar; se veían cansados, pero aun así no dejaban de ser hermosos. Con su mano izquierda comenzó a recorrer suavemente el cuerpo del hombre, quien se estremecía ante su tacto.