Después de dejarse llevar por todos aquellos recuerdos del pasado, cómo había sido su primer encuentro; el primer momento a solas que compartieron juntos; la confesión; su boda; la primera noche como esposos; todos aquellos momentos y adversidades que habían vivido y superado uno al lado del otro, la viuda Addario decidió que lo mejor era ocupar su tiempo en algo más.
Bajó a la cocina y se preparó una bebida caliente, decidió ignorar la pequeña caja de té negro que estaba junto al contenedor de azúcar. Este había sido un regalo de parte de uno de sus hijos, traído directamente desde Londres; regalo que su receptor no tuvo la dicha de probar. Bebió su té de menta en silencio, contemplando cabizbaja su vestido negro. En su cuerpo sentía todo el decaimiento y tristeza que se habían acumulado durante los últimos días; cinco largas jornadas habían transcurrido, sin su presencia. A medida que el tiempo pasaba, su olor dejaba de percibirse dentro de la habitación, se había esfumado al igual que él. Por mucho que abrazara la almohada, ésta ya no olía a nada. Sus camisas también habían perdido su fragancia; cada día era un recuerdo constante de que no volvería a verlo más, se había ido y ya no regresaría, no como aquella vez que estuvo perdido por algún tiempo, ahí ella al menos tenía esperanza, pero, ahora, no le quedaba más que aceptar su soledad y seguir avanzando.
«Idiota, tenías que morirte antes. La única de tus estúpidas promesas que no pudiste cumplir», Rezongó con amargura, mientras tomaba entre sus manos una de sus camisas blancas. «Al menos sé que aún te podré ver en nuestros hijos, y para eso, sólo nos queda seguir viviendo, ¿no es así?» Preguntó en voz alta, dirigiéndose al retrato del hombre con quien había compartido una vida entera, quien la observaba serio, inmóvil. Un instante inmortalizado, pero que no era ni sería jamás equiparable a todos aquellos momentos, palabras, caricias y gestos que habían compartido y que se marcharon con él. «Debo seguir viviendo, y, sin embargo, lo único que quiero hacer es irme contigo», soltó mientras se dejaba caer en la cama, aún abrazada a su ropa. «No puedo más», se dijo a sí misma después de un rato, «si sigo viendo todo esto acá, me voy a volver loca. Lo mejor será empacar la ropa y regalarla a quien la quiera. Los muertos ya no necesitan sus cosas, pero hay vivos que sí», afirmó, mientras se levantaba a buscar algunas cajas para colocar todas las pertenencias de él.
Cuando su labor ya iba avanzada, en uno de los muebles encontró un pequeño paquete, arrugado y avejentado por los años que había pasado ahí, refundido hasta el fondo de la última gaveta. Dentro de él estaba una pequeña vela de varios colores. Al verla detalladamente, vino a su memoria aquel primer viaje que habían hecho juntos, cuando celebraron su luna de miel paseando por el caribe. Habían comprado el pequeño cilindro de cera en uno de los puestos del mercado de uno de los tantos pueblitos que habían visitado. Cincuenta y seis años habían pasado desde ese momento y ella recordaba perfectamente lo que aquella extraña mujer, vestida de gitana, de piel bronceada y con un marcado y raro acento caribeño le había dicho: «No es cualquié' vela, esta e' mágica; la puede llevar al lugar que uste' quiera, solo se lo tiene que pedí'», su voz era atrayente, incluso hipnotizante. Magnolia había visto como su marido rodaba los ojos y estaba dispuesto a retirarse, murmurando que la gente era capaz de decir cualquier cosa con tal de vender, cuando ella lo había jalado del brazo, embelesada por las tonalidades que desprendía el pequeño vaso, incluso la cera brillaba como nunca había visto que lo hiciera una vela antes.
—¿La quieres? —Le había preguntado él, enarcando una ceja. —Si la quieres, llevémosla. Por mí no hay problema, igual la estafada serás tú. —Agregó, encogiéndose de hombros.
—Pues me parece una estafa muy bonita. —Bufó, viéndolo de reojo. —Me la llevo, gracias. Cóbrele a él. ¡Jum! —Gruñó ella ofendida, mientras se volteaba y continuaba con su recorrido, dejándolo atrás, pagando por el objeto.
Media hora después, estaban de regreso dentro del camarote. Ella aún ofendida, tomó la bolsa y la metió con poca delicadeza dentro de su maleta.
Él la observaba impávido, sentado en una silla, con las piernas cruzadas, un codo se reposaba en su rodilla, deteniendo su cara con la palma de la mano. —¿Por qué no la prendes y pides ir a algún lado? —Preguntó con su semblante aburrido.
—Tal vez cuando esté sola, total la de la estafa soy yo. —Respondió con molestia.
—Oye, yo pagué por ella, merezco ser parte de la estafa. —Rezongó.
—Eso no fue lo que dijiste en el mercado.
—Decir y hacer son dos cosas diferentes y ahora ya soy parte de esto. Enciéndela. —Demandó.
—Eso no tiene ningún sentido. —Dijo ella confundida.
—Como tu tonta vela. Enciéndela.
—No. —Negó con firmeza.
—A ver, la enciendo yo. —Dijo él, incorporándose de su asiento para quedar frente a ella.
—¡No! —Gritó, sacando la vela de la maleta en la que la había colocado anteriormente, y presionándola fuertemente contra su pecho.
—¡Dámela! —Ordenó, tratando de quitársela.
—¡Que no! —Exclamó ella molesta, alejándose de su agarre.
El forcejeo siguió por algunos segundos, hasta que la vela pasó a segundo plano, cuando se dieron cuenta de lo cerca que estaban sus cuerpos, con las respiraciones de cada uno siendo percibidas en el rostro del contrario. Una mirada bastó para que el objeto de la disputa fuera colocado nuevamente dentro del equipaje inicial, y lo único que él logró despojarle en ese momento, fue su vestimenta, haciendo caer, en completo silencio, cada una de las prendas sobre el rústico piso de madera. Luego de un largo rato, cuando se encontraban recostados en la cama, retomando el aliento, ella musitó junto a su oído: «La prenderemos cuando lleguemos a casa, por ahora, no hay otro lugar en el que quiera estar». Al final, el objeto "mágico" había sido olvidado y permaneció guardado en su empaque original hasta esa tarde de noviembre cuando ella lo tomó en sus avejentadas manos.