Retour à toi

18. Adiós, mon amour

Magnolia sentía cómo el corazón le latía acelerado, la voz misteriosa había calado en lo profundo de su ser, haciéndole ver que se encontraba reviviendo esos momentos de su vida por una razón; debía renunciar a su vida con aquel que había sido su esposo durante cincuenta y seis largos años. Tenía que dejarlo ir, para que él pudiera vivir su historia, la que tuvo que haber sido, y que por su gran corazón dejó atrás. Quería darle eso al menos; él había cumplido sus promesas y le había dado todo, una bella casa, un buen matrimonio, una hermosa familia, entre muchas cosas más. Nunca le prometió amor, y ella al final de cuentas había dejado de añorarlo, se conformaba con lo que tenían: comprensión mutua, compañía, cariño y estabilidad.

—Debo dejarlo ir, para que sea feliz. —Susurró con un hilo de voz.

—¿A quién? —Preguntó él con genuina curiosidad.

—A ti. —Sentenció, escaseándole el aire al pronunciar esas palabras.

—¿Dejarme ir? ¿A dónde? —Inquirió el doctor, viéndose y sintiéndose cada vez más confundido con la situación. —Ya veo, —agregó después de un rato, al no obtener respuesta de parte de ella, —se refiere al viaje que haré con Friedrich. No creo que eso me de felicidad, pues conozco a mi amigo y sé que al muy infeliz le encanta adentrarse en los lugares más recónditos y ocultos, y, por ende, más sucios. El solo pensar en eso, hace que me duela la cabeza. —Habló estremeciéndose. —Será mejor que cambiemos a un tema más agradable, encontré el libro que del que le había hablado. Pensé que estaba perdido, pero lo encontré al fondo de mi equipaje, aquí está. —Dijo, desviando su atención, mientras le entregaba un pequeño libro de pasta roja titulado "George Eliot, frases célebres y poemas".

—George Eliot. —Soltó con un tono que simulaba una pregunta, pero ella conocía al autor; de hecho, reconocía perfectamente ese libro. Era uno de sus favoritos; él se lo había regalado, justo en este tiempo, y ella lo había leído tantas veces que sus tapas terminaron gastándose y perdiendo su peculiar color borgoña. Cuando se casaron, el doctor se encargó de que en su biblioteca hubiera una sección dedicada especialmente a sus obras, para el gusto de su esposa.

—Sí, una excelente narrativa psicológica y gran estudio de las conductas morales de la sociedad; sus obras son un gran ejemplo de escritura femenina, ya que su verdadero nombre era...

—Mary Anne Evans. Era mujer, usaba un pseudónimo para sus novelas. —Lo interrumpió ella, aún perdida en sus recuerdos.

—Es correcto. —Afirmó sorprendido. —Pensé que me había dicho que no le conocía.

—Algo oí de ella, ahora lo recordé de golpe. —Mintió.

—Ah, entiendo. No soy muy fanático de su poesía, pero sus frases me parecen muy acertadas; considero que le gustará, espero oír sus comentarios.

—Claro. Gracias. —Respondió sin emoción, observando fijamente el libro.

—Quizás deba dejarla sola para que descanse. —Dijo él, levantándose de su silla.

—No, por favor. Podrías... perdón, ¿Podría quedarse un momento más? Siéntese aquí conmigo, leamos juntos el libro. —Imploró tratando de esbozar una sonrisa, aunque la tristeza aún embargaba su voz cuando pronunció esas palabras. Moviéndose a un lado, hizo en su cama un espacio para él, tal como lo había hecho siempre en sus años de matrimonio, cuando se encontraban en su habitación y compartían algo que a alguno de los dos le parecía interesante.

—¿Quiere que me siente a su lado, en su cama? —Preguntó estupefacto.

—Sí.

—No creo que sea correcto, su padre se podría molestar si nos ve así y... —Balbuceó alterado.

—Por favor, será sólo un momento. —Suplicó. Él la observó durante unos segundos, dudoso y un tanto nervioso, pero al final accedió con un asentimiento de cabeza a su petición y se sentó a su costado. Abrió sus ojos con sorpresa cuando sintió el peso de ella, recostando su cabeza sobre su hombro izquierdo. La oía sollozar en silencio, cubriendo su rostro con una mano. Decidió no hacer preguntas y simplemente dejar que se desahogara, comenzando a leer para ambos los pensamientos plasmados para la posteridad por una gran escritora. Ella, por su parte, aspiraba su esencia y pensaba en que esta sería una de las últimas veces que podría compartir a su lado. Meditaba en el destino de su familia, ellos no existirían, no volvería a ver a sus hermosos hijos nunca más, pero se obligaba a pensar en que, si la vida le había dado una segunda oportunidad, debía aprovecharla y hacer lo correcto. Entre sus cavilaciones, lo escuchó leyendo en voz alta una frase que había llamado su atención. —¿Puede repetir eso, por favor?

Asintiendo, él releyó las palabras —"Qué cosa más grande hay para dos almas humanas, que sentir que están unidas para toda la vida: para fortalecerse mutuamente en todo el trabajo, para apoyarse mutuamente en todo dolor, para ser uno con el otro en recuerdos indescriptibles en silencio en el momento de la última despedida". —Una frase poderosa ¿no cree? —Preguntó sonriéndole de lado a la mujer que lo observaba conmocionada. —¿Le parece si bajamos a almorzar? Creo que su padre nos espera. —Dijo, entregándole el libro y poniéndose de pie, en un vano intento de aligerar el ambiente pesado que la azoraba.

—Sí, voy en seguida. —Respondió, sumida nuevamente en sus pensamientos. «Qué frase tan acertada para describir todo lo que vivimos juntos, justo en este momento en el que debo decirte adiós». —Pensó con tristeza, mientras se levantaba y se disponía a seguirlo hacia el comedor.

El almuerzo transcurrió con normalidad, Magnolia veía como los dos hombres de su vida conversaban amenamente sobre temas de la época. De vez en cuando le dirigían miradas curiosas para comprobar su estado y si todo marchaba bien. Ella sólo les afirmaba con una sonrisa que ya se encontraba mejor, aunque por dentro se sintiera morir.

—¿Les gustó el almuerzo? —Preguntó su padre para seguir con la conversación.




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