Retour à toi

19. La gota y el torrente

Durante todo ese día, Magnolia buscó sin éxito a Miguel Clemente Amadeo. Visitó la oficina de servicio postal para preguntarle a Cayetano, quien se asombró ante el cuestionamiento, pero ni siquiera él lo había visto. Vagó sin rumbo por varias horas hasta que la luz del sol empezó a decaer. Un día más se le había agotado, y no había logrado nada.

Cabizbaja, regresó derrotada a su hogar, ignorando las miradas curiosas que le dirigía su padre, caminó directa a sus brazos, buscando el afecto paterno del que llevaba privada tanto tiempo; ese que, incluso en sus años de madurez, anhelaba tanto recibir en esos momentos en los que rememoraba su lejana juventud. Cuando, un par de horas después, finalmente se encontró rodeada por la soledad de su habitación, se recostó en su cama, esperando que, al siguiente día, todo se pudiera resolver y que el dolor de su pecho comenzara a aliviarse.

Se durmió, como lo había hecho en las pasadas noches, llorando. Sumida en una tristeza profunda que se negaba a abandonarla. Al día siguiente, despertó sobresaltada, limpiando con fuerza la humedad aún presente en su rostro, esa que se estaba convirtiendo en parte de ella. Observó la vela; la cera se había derretido y ahora estaba por debajo de la mitad. Bajó con premura al comedor para revisar el calendario. «31 de mayo» leyó con tristeza, «Lucien regresa hoy y Miguel ya fue rechazado».

Se sentó en la entrada de la casa, como lo había hecho en su otra vida, cuando aceptó nerviosa su propuesta a comenzar una vida juntos. Esa vez lo había esperado con los nervios a flor de piel, pero decidida y segura de lo que hacía; ahora, se encontraba cabizbaja, herida y destruida, su futuro era algo incierto y poco alentador. Aún era temprano, en la calle se divisaba poca gente, eran apenas las siete. Su corazón latió de golpe cuando lo vio acercarse, caminaba sereno, cubriendo con un sombrero Mallory gris su cabello que daba destellos rojizos al sol. Iba relajado, dando vistazos fugaces a su reloj de bolsillo, hasta que se acercó a la casa y la divisó; en ese momento ella logró ver cómo su rostro cambiaba a un tono sombrío.

—Buenos días, señorita. —La saludó con cortesía. —Diría que me alegro de verla, pero podría apostar sobre la razón por la cual está aquí, ya que me niego a creer que disfruta usted de una simple lectura matutina. No es necesario que me lo diga, intuyo por su postura y gesto que estoy a punto de sufrir el rechazo. —Dijo, tragando con fuerza, —Si me permite preguntar, ¿Existe alguna razón en específico?

Ella lo observó dudosa, dando vistazos a su alrededor, buscando algo que pudiera aplazar el momento, alguna señal divina que evitara todo esto. Imploraba al cielo por que la voz misteriosa le gritara que cometía un error. Pero, nada sucedió. Él seguía de pie frente a ella, sus ojos azules detallaban su rostro, expectantes, imploraban por exactamente lo mismo que ella. —Sí, es algo que debí haberle dicho desde antes. No puedo aceptar su propuesta. Hay alguien más y pienso irme con él hoy mismo. Lamento mucho esta situación. —Habló finalmente. La mentira le escocía en la boca. La falta de seguridad en sus palabras era palpable, no se atrevía a mirarlo a los ojos, ni siquiera ella sabía realmente lo que haría. Lo había decidido recientemente, y aún no contaba con un plan completo. Sólo se iría por un tiempo, para alejarse de él; para dejarlo marchar.

—No, por favor. —Respondió con una súplica discreta, apretando fuertemente su mano derecha en un puño, conteniéndose de tomar su rostro con esta para despegar su vista del suelo. —Jamás pida perdón por rechazar a alguien, usted es un alma libre que puede decidir qué hacer con su vida. Dígame, ¿en verdad lo ama? —Le preguntó él con seriedad.

«Nunca podré amar a alguien como te amo a ti» pensó ella con tristeza —Sí, lo amo y quiero irme con él. —Mintió, dejando que el sabor agrio se extendiera por su lengua, revolviéndole el estómago.

—Comprendo. No creo que deba huir, si habla con su padre, quizás él entienda y les de su bendición. —Su voz era serena, pero, prestando atención, se alcanzaba a escuchar como las palabras se entrecortaban, como minúsculas rajaduras que comenzaban a desquebrajarlo.

—No. No lo hará. Y yo quiero hacerlo, quiero irme. Y creo que será demasiado incómodo para usted permanecer en esta casa, después de que eso suceda. Tal vez sea mejor que se vaya. —Mintió nuevamente, dejando que las palabras salieran sin tropiezos, antes de que se arrepintiera. —Solo olvídeme y hagamos de cuenta que esto no pasó, por favor. —Sentenció finalmente. En su mente hicieron eco esas palabras que aquella vez le había dedicado a un humilde muchacho que solo clamaba por su amor, ahora ella las evocaba nuevamente, rompiendo con ellas su propio corazón.

—Yo nunca podría olvidarla. —Afirmó. —Pero, está bien. Como le dije, usted es un alma libre. Si considera que es lo mejor, lo haré y me alejaré. Yo... la dejo ir. —Le dijo con una mirada que ella no le había visto nunca en todo el tiempo que lo había conocido.

Su ya roto corazón no pudo más, salió corriendo sin rumbo fijo, con una mano pegada con fuerza sobre su boca, conteniendo, por varias cuadras, las arcadas que se hacían cada vez más violentas en su estómago, hasta que, de casualidad, se topó con aquel muchacho al que había rechazado, según sus recuerdos, hacía unos pocos días. Su aspecto parecía deteriorado, caminaba serio, con la vista perdida en el suelo.

—¿Miguel? —Lo llamó con voz ahogada, pasándose con violencia las manos sobre su rostro, limpiando los riachuelos salados que corrían de sus ojos.

—Señorita Magnolia. —Dijo él, incrédulo. Tuvo que frotarse los ojos un par de veces para cerciorarse de que, lo que veía, era la realidad. Ambos se observaron por algunos segundos. Ella lo vio sin atreverse a dar el siguiente paso, con el corazón rehusándose a hablar, pero su mente sabía que el tiempo apremiaba y debía alejarse de aquel al que ahora reconocía haber amado y dejarlo encontrar su propia felicidad, aunque fuese lejos de su lado.




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