Horas después, cuando al fin llegó al pueblo, Magnolia se caminó directamente a su hogar. Entró de prisa, buscando a aquel huésped al que ahora estaba segura de no querer dejar ir; al menos no sin decirle lo que sentía realmente. La casa se hallaba vacía, sumida en un silencio sepulcral. El piano que, durante el tiempo que él estuvo en la casa, revivió sus glorias de antaño, ahora se veía opaco, triste. Avanzó con cautela hacia la habitación que le había sido asignada a él y para su sorpresa y desconcierto, la halló impecablemente limpia y vacía. No quedaba de él rastro alguno, era como si nunca hubiese estado ahí.
Corrió desesperada hacia el local de su padre, en donde lo encontró recostado sobre el mostrador, preocupado. Cuando sintió su presencia, levantó la cabeza y sus ojos se abrieron incrédulos; frente a él estaba su fugitiva hija, sudorosa y respirando con dificultad.
—¡Magnolia, hija! ¡¿Pero qué fue lo que pasó?! —Gritó él, consternado por su estado.
—¿Y Lucien? Necesito hablar con él, ¿Dónde está? —Dijo, cuando logró retomar el aliento.
—El doctor ya se fue. Debía irse urgentemente por una emergencia. Me dijo que había hablado contigo y te había dicho que debía marcharse y que, por lo tanto, retiraba su propuesta de matrimonio; ¿Es eso cierto? —Inquirió.
—¿A qué hora dijo que se iría?
—Mencionó que abordaría el ferry de las cuatro y ya pasan de las seis. —Mencionó desanimado.
—¡¿El ferry?! ¡¿A dónde iba?! —Exclamó, sin importarle el gesto de desconcierto que cubría las facciones de su progenitor.
—No-no lo dijo, solo mencionó que ya debía partir. A estas alturas debe estar ya en medio del océano. —Tartamudeó, sobresaltado.
—No, no, no, Dios mío no. No puede ser demasiado tarde, no. —Clamó, mientras se apresuraba a correr hacia el transporte que partiría en poco tiempo. Sin importarle las personas que se movían con equipaje, mercadería o incluso pesca fresca, se abrió camino a empujones hasta alcanzar el único ferry de pasajeros que hacía sonar su chifle, indicando que pronto zarparía. —¡Señor! —Gritó, llamando la atención del hombre que recibía los boletos. —Por favor, dígame si el doctor Addario abordó el barco anterior o si está en este.
—Perdone señorita, no tengo esa información.
—Por favor, es como de esta estatura, cabello castaño oscuro, moreno claro, ojos azules, rostro serio. —Enumeró, describiéndolo.
—Lo siento, no he visto a alguien así. Además, aquí ha pasado mucha gente, pude no haberlo notado. —Dijo el hombre, retomando su labor.
—Revise los registros, tengo qué saber dónde está. Necesito hablar con él. —Decía, suplicando entre lágrimas.
—Disculpe, pero no puedo ayudarla. —Espetó cortante. —Ya es tarde y debemos partir pronto, antes de que caiga más la noche, si me disculpa.
—¡Lucien Addario! Ese es su nombre, búsquelo, se lo ruego.
—Señorita, por última vez, ¡no sé de ningún Lucien Addario, así que por favor...! —habló el hombre enojado, levantando la voz.
—Soy yo. No sabía que ahora nos llamaban por turno. —Dijo confundida una voz grave a sus espaldas. Ella sintió como el alma le volvía al cuerpo al escucharlo. Se giró lentamente para verlo de frente y sonreír ampliamente, aunque aún llorosa.
—¿Magnolia? ¿Qué hace aquí? —Preguntó extrañado cuando la reconoció. Ella, por su parte, corrió hacia él para rodearlo en un efusivo abrazo.
—Pensé que te habías marchado. —Dijo sollozando sobre su pecho.
—Debí haberlo hecho, pero me retrasé y no alcancé el otro barco. ¿Por qué está acá? ¿Se encuentra bien? —Preguntó alzando su rostro para observarla a detalle. —¿Por qué llora? ¿Alguien la lastimó? ¿Sucedió algo malo? ¿Su padre se encuentra bien? —Interrogó nervioso, perdiendo su siempre tranquila compostura.
—Lloro porque soy una idiota. Quiero estar contigo, toda la vida. Aunque sólo sean cincuenta y seis años, no me importa el tiempo que sea, mientras sea a tu lado. Solo dime que tú también quieres lo mismo y yo me voy contigo, a donde sea. —Soltó las palabras a tropel, sin detenerse si quiera para respirar.
—No entiendo, creí que había dicho que amaba a alguien más. Todos decían en la calle que se había marchado con un muchacho y pensé...
—Te mentí. No hay nadie más, nunca habrá nadie más. Porque ahora estoy segura de lo que siento, aunque me llevó toda una vida y una vela mágica para entenderlo. Te amo. Pero no quería que te casaras conmigo por lástima, no podría perdonarme jamás el saber que renunciaste a tus sueños por mí, sólo por hacer una buena acción.
—¿Casarme por lástima? Me parece que no estoy entendiendo nada de esto. Usted no es un proyecto de caridad, yo jamás... —Dijo, negando ofuscado. —La carta —Notó, mientras la separaba de su cuerpo nuevamente para verla a los ojos. —Dígame, ¿por casualidad leyó usted esa carta? —Ella sólo pudo dar un pequeño asentimiento con su cabeza, cerrando los ojos con fuerza. —Maldito Friedrich. Maldito él y su estúpida carta. Je vais le tuer, je vais tuer ce bâtard. —Resopló molesto.
—No es su culpa, él solo escribió lo que pensaba. Abogaba por la vida que tú soñabas. —Musitó.
—Y justamente por eso es su culpa, por pensar idioteces que no le conciernen. El bastardo piensa que todos queremos ser tan libertinos como él, que no podemos madurar y cambiar de ideas. Mi sueño nunca fue ser un nómada como ese idiota. Quizás lo llegué a sopesar hace algunos años, pero, desistí de la idea; si bien es cierto que quiero ayudar a las personas, lo haré donde pueda y quiera estar. En mi mente no cabía la idea de verme vagando por el mundo hasta envejecer, quería encontrar un lugar en dónde pudiera asentarme. Y aquí había encontrado una razón de peso para quedarme.
—¿Para ayudarme a rescatar mi reputación? —Preguntó, con la mirada fija en el suelo.
—No. No soy tan benévolo, ese trabajo se lo dejo a los santos. —Bufó.