Sus ojos se abrieron de golpe, no recordaba haberse quedado dormida, un vistazo a sus alrededores le indicó que afuera aún estaba oscuro. Permaneció mirando pensativa el techo, temerosa si quiera de moverse; éste nuevamente volvía a ser de concreto, elegante, pulcro, sin ninguna mancha. Con cautela, observó hacia el piso, fino mármol blanco cubría la estancia. «Todo fue un sueño» musitó con tristeza, sintiendo como su pecho nuevamente volvía a doler y sus ojos comenzaban a ver borroso su alrededor, a causa de las lágrimas. Levantó ligeramente la vista y se sorprendió al no encontrar el retrato de su esposo fallecido, observándola con intensidad a su lado derecho. Se mantuvo inmóvil pensando en, si lo había guardado en algún momento. Palpó la cama en busca de este, pensando que quizás en su inconsciencia lo había abrazado para dormir tranquila. Su mano saltó asustada al sentir el calor de un segundo cuerpo que descansaba a su lado izquierdo. Se giró rápidamente y con dificultad logró distinguir una silueta. Cabello ondulado de color grisáceo salía por uno de los extremos de la sábana; un cabello con un corte y estilo que ella reconocía perfectamente. Una mano temblorosa, se dirigió hacia su lugar, aterrada de que al primer contacto todo se disipara, y que lo único que tocara fuera el aire de una cama vacía. Pero, al contrario de sus temores, el choque fue el de piel contra piel. Una piel cálida, un pecho que se movía lentamente, un corazón que bombeaba; una vida que aún no se había acabado. Con premura lo giró hacia ella, y sólo así pudo distinguir sus facciones. Era él, nuevamente tenía la dicha de despertar a su lado.
—Es demasiado temprano como para estarme sacudiendo así, ¿no crees? —Le dijo, con el ceño fruncido y los ojos cerrados. —Podrías decir "buenos días" al menos. —Acusó molesto, abriendo los ojos al fin, cual ventanas de un camarote con vista a un apacible mar.
—Buenos días. —Repitió ella de manera automática, ofuscada, conteniendo las emociones que se agolpaban en su garganta, detallando cada mínimo detalle de la escena. Pero, al dirigir su vista hacia el calendario que él mantenía en su propia mesa, nuevamente sintió como una piedra reemplazaba su corazón palpitante, haciendo que un nudo pesado cayera hasta su vientre. «25 de noviembre, 1971» Leyó, en tono bajo, tragando fuerte. Era el día de su despedida eterna, el día en que él partía.
Rememoró el momento o noche anterior, lo que sea que eso hubiese sido, «Le pedí a la vela unos minutos más a su lado, antes de que se apagara», pensó con tristeza. Estos son los últimos minutos junto a él, o quizás eso puede cambiar, contempló. «El destino no puede cambiarse. Tu decisión te llevó de vuelta a él. Quizás los medios fueron diferentes, pero el resultado será siempre el mismo». Resonó por última vez en su cabeza aquella misteriosa y terrible voz, la cual aún no sabía si maldecir o agradecer. Si algo le había enseñado su tormentoso viaje por el pasado, fue ciertamente que el destino no se podía cambiar; lo había intentado, solo para darse cuenta de que era una vida que no quería y que no soportaría. Comprobó que todo había seguido su curso al ver el retrato de sus hijos, colgado en una de las paredes de la habitación; eran los mismos rostros que ella recordaba. Además, no tenía recuerdos nuevos, más de los que había vivido en aquellos días con la vela. Pensó en la muerte de su padre, los colegas perdidos gracias a la pandemia, su reclamo, que había dado paso a su primer viaje a París; el nombre de sus hijos, su día de cambio de tareas que dejó la casa oliendo a limón; la única discusión que habían tenido en su vida marital, todo era igual. «Si nada de eso se había podido alterar, esto tampoco». Pensó con tristeza.
—¿Tuviste un mal sueño? —Preguntó él al verla tan perdida dentro de su propia mente.
—No. De hecho, fue uno muy hermoso. —Le dijo, soltando una pequeña lágrima y tomando con dulzura el rostro masculino. —Gracias a eso, me di cuenta de muchas cosas.
—¿Cómo cuáles? —Preguntó, acariciando sus manos, que descansaban aún sobre su rostro.
—Como que te amo y te amaré siempre. —Afirmó, sonriéndole. —En estos cincuenta y seis años juntos, todos los días he sido un día más feliz que el anterior. Todos los momentos a tu lado, los atesoro en el corazón. Fuiste lo mejor que pudo llegar a mi vida, y, mi amor, te voy a extrañar muchísimo. —Dijo finalmente, quebrándose y rompiendo en llanto.
—Oye. No me estoy yendo a ningún lado. —Le reafirmó consternado, abrazándola fuertemente cubriendo su sollozante cuerpo con el suyo.
—A donde quiera que vayas, yo me voy contigo. —Respondió, girándose para verlo con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—No sería capaz de dejar a mi mejor y única compañera de aventuras. —Declaró, besando su frente.
—¿Podemos quedarnos así, un poco más? —Pidió en un susurro, mientras se aferraba a su pecho, escuchando su tristeza su corazón, aquel que sabía que latía por ella, y que dejaría de hacerlo en algunas horas.
—El tiempo que quieras, aún es temprano. —La respuesta sonó clara y fuerte, resonando en su cavidad pectoral.
Estuvieron así un tiempo más, aferrados el uno al otro, compartiendo historias, anécdotas, compartiendo bromas que sólo ellos entendían; reafirmándose mutuamente su amor, hasta que la claridad comenzó a alumbrar la habitación. Lo observó con tristeza, vistiéndose despacio, quejándose de su rodilla, aquella que no había vuelto a ser la misma desde que tuvo que enfrentarse a los horrores de la guerra con tal de volver a ella. Con delicadeza, salió del lecho, para ayudarlo a abotonar su camisa, depositando suaves besos en su frente, besando cada una de sus arrugas; señales visibles del paso del tiempo. Tomó una de sus corbatas blancas y la anudó con delicadeza en su cuello; esta por dentro, llevaba bordado, en hilo dorado, un hermoso patrón de flores.
—Ayer compré una nueva. —Le mencionó de repente. —Por si le quieres hacer uno de tus dibujitos dorados de flores.