La lluvia caía copiosa sobre la tierra, inundando con su olor toda la estancia. Magnolia Addario dio un vistazo al paisaje tropical que se extendía ante su visión, que ya no era tan certera como lo había sido antes. Poco quedaba del pueblo rústico que ella conocía tan bien, pues, con el pasar del tiempo, el paisaje había mutado, trayendo consigo cambios importantes. Desde el ventanal ya no se observaba la cúpula blanca de aquella vieja parroquia en donde rechazó a un pretendiente que nunca pudo olvidarla, y que también fue el escenario de su unión con el hombre al que siempre recordaba con amor, aunque ese recuerdo le generara una punzada en el corazón por la falta que le hacía. Si bien los cambios siempre eran buenos, agradecía que al menos la panorámica al mar, se mantuviera como siempre, si no, ella misma se habría encargado de alzar la voz y quejarse con quien tuviera que escucharla para que no le quitaran ese pedazo azul que solía observar todos los días, recordando un rostro que tenía grabado a fuego en la memoria, y que la hacía volver a esos años mozos en los que bailaban abrazados observando el paisaje que los rodeaba.
Suspirando, se retiró del balcón, dando un último vistazo al océano, antes de encaminarse hacia su habitación. Al entrar en ella, se dirigió directamente al altar frente a su cama, de ahí tomó uno de los retratos enmarcados de Lucien entre sus temblorosas manos. Era una fotografía tomada un año después de su boda. Con un dedo recorrió su galante rostro, inmortalizado en blanco y negro. «Seguir viviendo se dice fácil cuando no te falta la mitad del pecho» Habló, observándolo fijamente. «Ahora entiendo por qué decías que a tu madre no se le paró el corazón, sino que se le rompió. Pero, mantuve mi palabra, diez años pasaron ya sin tu presencia, y creo que ha sido suficiente tiempo. Mi cuerpo no da más, sólo quiero descansar, ven pronto ¿Sí?» Pidió mientras besaba dulcemente la fotografía y la acercaba a su pecho.
A paso lento, pausando y apoyando su cansado cuerpo en todo el mobiliario que se encontraba en su corto trayecto, se acercó a su viejo tocadiscos; aquel que había sonado durante su último baile juntos. Rebuscó por unos segundos entre la pila de vinílicos, «Aquí está» dijo triunfal, tomando el disco deseado con una mano, sin soltar el cuadro que sostenía firmemente en la otra. «Edith Piaf, Non, je ne regrette rien». Leyó en voz alta. Lo desempolvó con cuidado y lo colocó bajo la aguja, dejando que la melodía se apropiara del ambiente. Apretando otra vez fuertemente el retrato a su pecho, caminó de vuelta hacia su cama, en donde se acostó, cerrando los ojos. Esos mismos ojos grises que habían atrapado a unos azules que la miraban con cautela a los pies de unos escalones; ojos que encendieron en él aquel fuego que no se apagaría nunca; ojos que se cerraron cansados, sin arrepentimientos, añorando el sueño eterno. Sueño que le fue concedido esa misma tarde, cuando con un suspiro mientras escuchaba la última nota interpretada magistralmente por la gran cantante francesa, iniciaba su viaje sin retorno, avanzando firmemente ya sin dolores ni pesares hacia un inmenso mar azul, que la esperaba en completa calma.