El sol brillaba con fuerza. En las profundidades del bosque se podía oler la hierba y en la lejanía se podía observar la neblina. Aun en mi auto encierro podía disfrutar de esos pequeños detalles provenientes del mundo exterior.
¿Por qué todo el mundo piensa que quiero salir del sitio donde estoy? Escucho a todos decir que he perdido la cabeza, creo que una parte de mí realmente lo cree. Es demasiado doloroso, demasiado confuso no saber quién eres o qué es lo que eres.
Crecí siendo parte de un mundo que, a pesar de no comprender, era mi mundo y, de pronto, la fuerza de ese universo se desbordó, tragándome, sumergiéndome en las sombras, inundando mi existencia con duda, traición, miedo... Lucilla... Melissa… Alexander... Ebryan… Es gracioso cómo el destino ha jugado con todos nosotros. Es curiosa la forma en que nos puso en el camino del otro.
─No puedes ocultarte aquí y lo sabes. ─Miré mi reflejo y sonreí.
─No puedes obligarme a salir.
El reflejo sonrió.
─Aún no lo entiendes, no somos tú y yo, somos una, somos solo tú. Mi conciencia podrá haber permanecido dormida en tu interior, pero eso no significa que quiera que tú seas Lucilla. Nadie espera que te conviertas en mí. Melissa, verdaderamente estás comportándote como una mocosa malcriada.
Una luz se reflejó deslumbrando toda la habitación. Escuché pasos lentos y pesados. Soumich apareció ante mis ojos y se acercó a mí. Colocó su mano en mi hombro y todo volvió a oscurecerse.
Ahí está de nuevo ese tonto intento por hacerme volver.
No quiero hacerlo, no quiero tener que enfrentar cara a cara al futuro. Por primera vez en mi vida estoy aterrada de luchar, me siento sola y desnuda en la oscuridad. Hace un tiempo, recuerdo haber leído en uno de mis diarios la afirmación de un Melissa llena de esperanza y fuerza. Cuando Hattori murió caí al suelo, pero permanecí con una rodilla al aire. En este momento me ahogo en la tierra.
«Oh, pequeña e inocente Melissa, no sabes cuán tentador es rendirse, dejarse caer y no tener que obligarte a levantar jamás», bufé.
La habitación comenzó a centellar y algo tiró de mí, golpeándome contra el muro. Grité cuando aquella fuerza aplastó mis costillas, dejándome sin aliento. Moví mi mano intentando zafarme de aquella extraña sensación de ser succionada, pero nada parecía funcionar. Mis ojos se encendieron y por fin pude soltarme. Caí al suelo y me tomó más de lo que esperaba levantarme. Como pude caminé hacia la silla que había en medio de la habitación y me senté en ella. Cerré los ojos y suspire.
─Sigue intentándolo, no saldré ─murmuré─. Quiero y voy a quedarme donde estoy. Por fin me siento en paz...