—Vaya, tu vida se acaba de poner más interesante—Jemima sigue riendo—. No puedo creer que él piense que eres lesbiana y que tú le dejes creer eso. ¿Por qué? Es un hombre guapo y soltero. Tú eres una mujer guapa y soltera.
Termino de limpiar la mesa y me giro hacia mi amiga y compañera de trabajo.
—Sabrá que no lo soy cuando sus hermanos lo saquen de su error, aunque en verdad no me importa. Estoy en ayuno de hombres.
—Un ayuno muy largo. En tu lugar, yo estaría caminando por las paredes.
Sonrío.
—La cosa cambia cuando tienes una hija, dos trabajos y deudas. Me mantengo positiva y realista.
—Como sea, es tu decisión. Al menos tienes una hija. Yo tengo treinta y cinco años y no tengo ni una mascota. Debería adoptar una. No sé como no lo pensé.
Reímos.
—Sigues aquí, Lola. —dice Raúl, el segundo encargado del restaurante, uno amable, no como Greta.
—Sí, aquí trabajo.
—Son las tres y veinte de la tarde. Tu turno terminaba a las tres y dijiste que tenías…
—Mierda. Mi hija.
Me quito la ropa de trabajo y corro a mi casillero a buscar mis cosas, saco mi celular y le escribo a Matilde avisándole que estoy yendo. No es problema retrasarme, sin embargo, ella tiene una cita con el odontólogo y prometí llegar a tiempo. No puede llevar a mi hija porque ella le teme a los dentistas. Llevarla a ella es un parto.
Matilde responde que no me preocupe porque el médico nunca la atiende a tiempo.
Me apresuro a llegar con mi auto viejo, esperando que no se le ocurra detenerse a mitad del camino, ni lo haga a mitad de la montaña, como la última vez que se fue para atrás y casi causé un accidente. Por suerte, no pasó porque no había nadie y un buen samaritano me ayudó.
Estaciono justo cuando Matilde sale de su casa en compañía de mi hija. Agarro el bolso y bajo golpeándolo contra el auto. Mierda. Bueno, no tengo nada que vaya a romperse.
—Lo siento mucho, se me pasó el tiempo… —comienzo a decir y abrazo a mi hija.
—No te preocupes, Lola.
—Mami, la abuela Matilde y yo hicimos galletas y me comí dos luego de mi almuerzo—levanta la bolsa—. Te traje para ti. ¿Podemos pasar por la casa del señor dino Rex?
—¿Dino qué?
—Me contó que quedó encantada con los tres nuevos huéspedes. Los tres hermanos.
—Cierto—agarro la mano—. Gracias y suerte. Yo cuido el fuerte.
Ella ríe, se despide de mi hija con un abrazo y queda en avisarme como le fue.
Mientras caminamos hacia nuestra cabaña, mi hija sigue diciendo que quiere ver a los tres hermanos. Yo prefiero evitarlos, aunque dos de ellos me caigan bien.
El sonido de mi celular me saca de mis pensamientos, suelto la mano de mi hija y me detengo para revisar. No es una llamada, sino un mensaje de la tarjeta avisándome que el saldo está por vencer y debo pagar antes o los intereses se comerán mi hígado, como si no lo supiera.
En este momento el hombre que más odio en el planeta es mi padre por dejarme solo con mamá enferma, llevarse su dinero y dejarme con las deudas. Espero se esté pudriendo bajo tierra o quemándose en el infierno.
—Mami, ahí está Willa.
Mi hija sale corriendo antes de poder de decirle algo. Guardo mi celular y camino con pasos rápidos hasta alcanzarla. Llegamos juntas a la rubia.
—Hola a ambas.
—Hola, Willa. Esta mañana quise venir a verte, pero no me dejaron y tu hermano dino Rex me dijo que estabas durmiendo.
Ella sonríe.
—Sí, el cambio de horario me afectó un poco.
—¿De dónde vienes? —pregunto.
—España. Vivía en Tenerife.
—Me gusta tu mate. —señala mi hija.
—Gracias. Fue un regalo de una amiga. ¿Quieres ver a mis hermanos?
Mi hija asiente.
—Quería saludarlos, aunque debemos ir a casa.
—Rex está sentado en la cocina haciendo una lista para hacer compras. Cian está encerrado programando. Le ofrecí un mate y me sacó ladrando. Pasa, Val, y saluda a Rex si quieres, a Cian no porque te va a ignorar, no le gusta que lo molesten cuando trabaja—suspira y toma asiento en el sillón de afuera mientras que mi hija entra con confianza sin preguntar si puede—. Llevaba mucho tiempo sin vivir con mis hermanos.
—¿Y cómo va eso?
Hace una mueca.
—Hasta el momento, Cian no molesta para nada, es como una planta o un mueble—no puedo evitar reír—. Rex se queja hasta del aire que respira porque se acostumbró a vivir solo y no le gusta que deje cabello en la ducha o cuelgue mi ropa interior en el grifo. Anoche gritó como niña porque mi sostén le cayó en la cara. Ni que fuera una bomba radioactiva. A Cian no le importa porque estuvo casado—ahogo una carcajada. Puedo imaginarlo—. En fin, el tiempo pasa rápido y en seis meses, cuando cobremos la herencia, cada uno seguirá su propio camino. Supongo que Rex volverá a su vida de abogado importante en Buenos Aires. Cian a su vida en Brasil y yo todavía no lo he decidido.